En mi anterior entrada, ya mencioné que este monarca había sufrido en toda su vida unos 21 atentados, en otros tantos años de reinado, unos realizados y otros cortados a tiempo. La verdad es que parece excesivo, así que no estaría de más que analizáramos por qué había tanta gente con ganas de mandarlo “al otro barrio”.
Enrique IV llegó a ser nada menos
que el jefe de la causa protestante calvinista, también llamada hugonote, en
Francia.
Al morir Enrique III, que también
falleció a causa de un atentado, le había dejado su reino, con la condición de
que se pasara al catolicismo.
El 25/07/1593, nuestro personaje,
abjuró del protestantismo en Saint Denis, pero a la mayoría de la gente no le
pareció convincente, porque ya lo había hecho eso, anteriormente, unas cuantas
veces.
La Iglesia francesa le levantó inmediatamente
la excomunión. Sin embargo, el Papa Clemente VIII se lo pensó mucho antes de
hacer lo mismo.
Tras su llegada al trono, siguió
habiendo razones para sospechar de que todo era una farsa, pues casi todos sus
colaboradores eran protestantes. Incluso, para hacer la guerra no se alió con
Felipe II, el campeón del catolicismo, sino con estados protestantes como
Inglaterra u Holanda.
En el campo católico se estimaba
más a los duques de Guisa, como pretendientes con mayores derechos al trono de
Francia. Incluso, veían como un sacrilegio que un antiguo protestante fuera el
rey de un país donde la mayoría de sus súbditos eran católicos.
El rey esperó la llegada de la
absolución, por parte del Pontífice, para, después, promulgar el célebre Edicto
de Nantes, por el que se garantizaba cierta libertad religiosa en su reino.
Esta nueva norma no le gustó nada al Papa y meditó sobre la conveniencia de dar
marcha atrás en su anterior absolución.
La fuerte subida de impuestos sirvió
a los opositores a su Gobierno para calificarle como un tirano. No olvidemos
que los jesuitas seguían ciertas teorías, por entonces, muy de moda, que defendían que era lícito cargarse a los
tiranos. Este dato es muy importante y explica algunos de sus atentados.
Por entonces, abundaban en algunos
libros frases como éstas: “Si no puede recurrirse a autoridad que haga justicia
del usurpador, el que lo mata salva la patria y merece recompensa”. Frase que atribuían
a Santo Tomás.
Un rector de la Sorbona decía: “El
rey recibe su poder del pueblo, y cuando haya causa razonable, el pueblo tiene
derecho de quitarle la corona”.
Enrique III fue asesinado por un
dominico el 01/08/1589. Tres días después, la universidad parisina de la Sorbona
excomulgaba al fallecido rey y a todos los que rezaran por él. Unos días más
tarde se reunieron 70 doctores de Teología de la Sorbona, los cuales desligaron
del juramento de obediencia y fidelidad a todos los vasallos del difunto rey,
declarándole tirano.
Un miembro del Colegio de
Abogados de París declaró: “No debe tenerse relación alguna con los tiranos y
el matarlos es un acto glorioso”.
El canciller de la Iglesia de
París, hablando también en nombre de la Universidad dijo: “El príncipe es tirano,
cuando sobrecarga de contribuciones y tributos al pueblo, y se opone a las
asociaciones y progresos de las letras”.
Precisamente, tras haberse
bautizado como católico y ser rey de Francia, la única corporación religiosa
que no quiso jurar obediencia al rey fueron los jesuitas, escudándose en que el
Papa aún no le había levantado la excomunión.
Su primer intento de atentado lo
sufrió en 1584, cuando, tras haber sido advertido por un sacerdote, pudo
desarmar a un militar que ya estaba dispuesto a disparar sobre él.
También lo intentaron en otra
ocasión atrayendo a un capitán hugonote, para no despertar sospechas, pero el hombre
no se decidió a cometer el crimen.
En 1591 lo intentó un orfebre
parisino, pero fue detenido a tiempo. No obstante, fue juzgado y condenado a
morir en la horca.
En 1593 le tocó el turno a un
soldado, el cual, como en ocasiones anteriores, había escuchado una proposición
de dos sacerdotes para cometer este delito. Fue detenido por un guardia antes
de cometer el crimen. Tras ser interrogado y torturado, se le juzgó y se le
condenó a muerte. A los curas no los pudieron pillar, porque ya habían puesto
tierra de por medio.
Al siguiente asesino no le dio
tiempo ni de intentar cometer el crimen, pues gritó en una taberna que iba a
atravesar el corazón del rey con su cuchillo. Así que fue arrestado, juzgado y
ejecutado.
En 1594, la policía detuvo a ocho
individuos que pretendían matar al monarca. Así que los juzgaron y los
colgaron. Está visto que buena parte de los impuestos recaudados los destinaban
a chivatos de la policía.
A finales del mismo año, un joven
de 19 años lo intentó y casi lo consigue. Se coló entre la guardia y los
criados de palacio, llegando hasta la recámara del rey, sin levantar sospechas.
Se lanzó hacia él con un cuchillo, pero un movimiento imprevisible del monarca,
que se agachó para saludar a una persona, hizo que fallase y que sólo le hiciera una
herida en el labio y
otra entre los dientes.
Tras capturarlo, inmediatamente,
la guardia real, confesó que había sido convencido por unos jesuitas, ya que el
chico estudiaba Derecho en un centro de esta Orden religiosa.
Así que, siguiendo la confesión
del joven, los jueces prendieron a 37 jesuitas y, luego, el rey aprovechó para
echarlos de Francia. No obstante, al joven le juzgaron y le condenaron a
muerte, con el sufrimiento especial que se reservaba para los regicidas, como
en los anteriores casos.
Tampoco se escapó del brazo de la
Justicia el padre Guignard, jesuita y director del colegio donde estudiaba el
chico. Fue juzgado y ahorcado, por haber sido uno de los inductores de ese
crimen.
A principios de 1595, le llegó el
turno a un cura un poco bocazas. No se le ocurrió otra cosa que ir por las
tabernas empuñando un cuchillo y presumiendo de que con él iba a matar al rey. Lógicamente,
fue arrestado, juzgado y colgado.
En 1596 fueron esta vez dos los
candidatos al patíbulo. En el primer caso, se trataba de un abogado, que viajó
desde su pueblo expresamente para cometer ese crimen. Se supone que alguien se
fue de la lengua, porque la policía lo arrestó nada más llegar a París. Fue
juzgado, colgado y quemado.
En el segundo caso, se trataba ahora
de un italiano (¿No sé qué pinta aquí un italiano?). Lo cierto es que había
comentado su intención de cometer ese crimen y alguien lo habría denunciado.
Así que fue juzgado y ejecutado.
En 1597 ocurrió lo mismo. Dos
religiosos, uno de nacionalidad flamenca y otro francés, fueron capturados
antes de cometer el crimen. Así que fueron juzgados y ejecutados el mismo día.
En 1600 le tocó el turno a una
mujer dueña de un restaurante
en Saint Denis y con fama de bruja. Se le oyó
comentar que iba a meter a su marido como cocinero de palacio, para así tener
la oportunidad de que ella le suministrara un veneno con el fin de matar al
rey. Afortunadamente, la policía fue advertida a tiempo y esta mujer fue
juzgada y quemada como hechicera.
En 1601 una mujer viajó expresamente
a París para advertir a la policía de las intenciones de su marido, un abogado
de un pueblo de Borgoña. Así también el marido salvó su vida, pues sólo le
condenaron a una pena de prisión.
En 1603, todo un hidalgo fue
acusado también de querer envenenar al rey. Desconozco cómo pretendería
realizar esta acción. Lo único cierto es que le juzgaron y le condenaron a
muerte.
Ese mismo año, Enrique IV, no
escarmentó y consintió el restablecimiento de los jesuitas en Francia, aun contra
el parecer del Parlamento, que así se llamaba en Francia al Tribunal Supremo.
Lo curioso de este asunto es que,
tras el asesinato, se multiplicaron los insultos contra los jesuitas, lanzados
desde cátedras y púlpitos. En cambio, su sucesor, Luis XIII, siguió
favoreciendo a los jesuitas a pesar de las protestas del Parlamento.
En 1605, al volver de una esas
cacerías a las que el monarca era tan aficionado, fue asaltado por un loco que
quiso clavarle un puñal. El mismo rey fue capaz de quitárselo. Cuando los
jueces quisieron condenarlo, el rey se opuso por su condición de deficiente
mental.
Parece ser que, por aquella
época, Francia, al tener un gobernante no querido por el resto de los países,
ni por una buena parte de su población, a causa de su antigua fe protestante,
estaba sufriendo un boicot económico y político.
Las monedas fuertes apenas se
veían por la calle y los impuestos no paraban de subir. Por eso, dicen algunos
autores que en aquella época se arruinó mucha gente y pudiera esa ser la causa
de tantos atentados.
Precisamente, Ravaillac, procedía
de una de las zonas más castigadas
por los impuestos. El mismo duque d’Epernon
era el gobernador de esa zona y odiaba al rey, por tratarse de un católico
extremista.
Ahora, me gustaría comentar el atentado
de Ravaillac con mayor detalle, porque en el anterior artículo, creo que me he quedado
algo corto.
El rey ya se tomaba a chanza las
predicciones de sus astrólogos, porque cada año le anunciaban su muerte
violenta, desde que ciñó la corona.
El 13 de mayo tuvo lugar la
consagración o coronación de la nueva reina, María de Médicis, en la basílica de
Saint Denis. No ocurrió nada malo y los reyes regresaron a su palacio sin mayor
problema.
Al día siguiente, el rey, se
despertó sobresaltado a causa de muchas pesadillas. No obstante, despachó con
algunos de sus colaboradores y luego se fue a oír misa.
Posteriormente, se fue a ver a su
hijo el delfín al Palacio de las Tullerías. No se le ocurrió otra cosa que ir
andando por la calle, así que fue asaltado por un hombre que, al ver que tras
el rey venían otros nobles, salió corriendo a esconderse y no le atraparon.
Tras la comida, como siempre,
jugó con sus hijos y luego fue a la habitación de su esposa, donde le comentó
lo preocupado que estaba, pero que iba a ver a su amigo Sully, el cual estaba
enfermo. La reina le pidió que no fuera, pero él se decidió a visitarle. Luego
vio encima de una mesa la famosa carta anónima que le advertía para que no
saliera esa tarde. Él hizo caso omiso.
Sobre las 15.30 pasó al lado del
capitán de la guardia, el cual estaba preparado, con sus tropas, para darle
escolta. El rey se opuso a pesar de las protestas del militar.
Así que salió en su carroza.
D’Epernon se sentó a su derecha, Montalbán y Laforce lo hicieron a su izquierda.
Mirabeau y Liancourt tomaron asiento en la parte delantera del carruaje.
Detrás iban algunos nobles a
caballo y unos criados a pie. Al rato de arrancar, fue entonces cuando el rey
preguntó qué día era y D’Epernon contestó que era el 14 de mayo, con lo que al
rey le cambió el semblante. Entendió perfectamente la predicción de su astrólogo
y ordenó al conductor que regresara a palacio con la mayor rapidez posible y
por un camino que no era el habitual del rey.
Su carroza pasó junto a la del
gobernador de París y se paró para saludarle y charlar un rato con él.
Luego vino el momento en el que
se le atravesaron al carruaje real dos carretas, una con vino y otra con heno,
que, por unos momentos, le impidieron el
paso. Los criados aprovecharon para avanzar y esperar al rey al otro lado del
cruce.
Ravaillac, que seguía desde hacía
un rato al carruaje, aprovechó ese momento
en que el rey tenía menos escolta para lanzarse sobre él y acuchillarle. El rey
no pudo verlo, porque estaba leyendo un documento con el duque D’Epernon y el
asesino le atacó por la espalda. Eran las 4 de la tarde y el rey tenía sólo 57
años.
Al asesino lo detuvieron los jinetes
que acompañaban al rey, pero no lo mataron, siguiendo las instrucciones de
D’Epernon. Sin embargo, aparecieron de la nada otros 8 jinetes con ánimo de
matar a Ravaillac. Nadie sabe quiénes eran, pero los nobles de la escolta a
caballo consiguieron ponerles en fuga.
El cuerpo del rey fue llevado de
regreso a palacio, pero los doctores nada pudieron hacer, porque ya estaba
muerto.
La reina, entonces, temió que los
traidores quisieran también matar a su hijo el Delfín de Francia, así que el canciller le ordenó al
capitán de la guardia buscarlo y traerlo a palacio con su madre. El militar
tuvo suerte y regresó con el niño sano y salvo.
Más tarde, este niño, accedió al
trono con el nombre de Luis XIII. Este rey es el que aparece en la novela de Dumas “Los tres mosqueteros”.
Como ya dije en el otro artículo,
Ravaillac, era un tipo que estaba como una cabra y creía ser una especie de
intermediario entre Dios y el rey de Francia, para decirle que tenía que
combatir a los hugonotes.
Intentó en varias ocasiones ver
al rey, pero los guardias y sus consejeros lo impidieron. Así que cambió de
estrategia.
Por aquel entonces, se decía que
el rey estaba preparando sus tropas para hacer una “Noche de San Bartolomé”,
pero a la inversa. O sea, donde las víctimas fueran los católicos. Al oír eso,
su mente enferma”comprendió” que lo único que podía hacer era matar al rey.
Tras su captura, la mayor preocupación
de sus interrogadores era conocer a los posibles inductores o cómplices del
asesinato. A pesar de las fuertes sesiones de tortura, no consiguieron nada. Él
siempre dijo que Dios se lo había encargado. Ni siquiera, tras oír la
sentencia, cambió de opinión. Siempre dijo que había actuado solo.
Incluso, en el mismo cadalso, el confesor
le dijo que sólo le daría la absolución si le confesaba la verdad y él le
contestó lo mismo.
Tras estos acontecimientos, la gente
siguió preguntándose si había habido algún tipo de complot.
Jacqueline de Voyer, Sra.
D’Escoman, denunció a su jefa, la marquesa de Verneuil y al duque de D’Epernon,
como organizadores de este asesinato, tras haber oído, unos días antes del
crimen, una serie de conversaciones
entre ellos.
El problema es que no pudo
probarlo adecuadamente. Por eso, fue juzgada y condenada por calumnias y,
posteriormente, recluida en un convento.
También se comentó que pudieron
coincidir dos complots diferentes. Uno el de Ravaillac y otro el de los 8
jinetes, que aparecieron de improviso tras la muerte del rey.
Al mismo tiempo, se sospechó de
la conducta de D’Epernon, que no movió un dedo por defender a su rey, se opuso
al linchamiento de Ravaillac, mandó llevarlo preso a su propio palacio, etc. No
hay que olvidar que estos dos personajes ya se conocían con anterioridad a este
hecho.
Incluso, movió todos los hilos
para que en un tiempo récord de 2 horas, es sabido que las cosas de palacio siempre
iban muy despacio, se reconociera, por el Parlamento, a la reina María de
Médicis, como reina regente, debido a la minoría de edad del Delfín.
La mayoría de los datos en que me
he basado para escribirlo proceden de un
artículo del eminente profesor D. José Manuel Reverte Coma.