Cuando alguien visite la antigua
iglesia de Saint Germain des Prés, en el barrio latino de París, podrá ver a la
tenue luz de las velas una lápida de mármol negro en el suelo de una pequeña
capilla situada en un lateral de la nave.
El
nombre que figura en ella es posible que no le diga nada, Renatius Cartesius,
pero si digo que se trata del famoso filósofo René Descartes, es posible que a
más de uno le suene de las clases de Filosofía del Bachillerato.
Nuestro
protagonista nació un día de 1596 en La Haya, pero no la capital de Holanda,
sino una pequeña aldea situada en el centro de Francia, dentro de la región de
Touraine.
Su
padre era abogado y juez. Además tenían algunas propiedades de cuyas rentas
pudo vivir René cuando fue adulto.
Como
era un niño con una curiosidad muy prometedora, su padre lo envió, al cumplir 8
años, a un colegio situado a unos 100 km. de su casa. Este centro luego se
haría famoso. Se trataba del colegio La Fleche, fundado por el rey Enrique IV.
Allí
estuvo rodeado de jesuitas, los cuales, bajo la supervisión del padre Charlet,
le dieron una buena formación humanista.
En
esos 10 años tuvo tiempo de formarse en lenguas y autores clásicos, música,
arte dramático, equitación, esgrima, etc.
Más
tarde, se interesó por la Ciencia, que en aquella época sólo consistía en aprender
las teorías de Aristóteles, las cuales habían sido ya reinterpretadas por los
sabios medievales, aunque en la escuela ya se enseñaron también las teorías más
recientes sobre Matemáticas y Astronomía. Allí descubrió una serie de errores,
que se negó a aceptar como válidos.
Posteriormente,
estudió dos años en la Universidad de Poitiers y en 1616 se licenció en Derecho.
Se
negó a ejercer su carrera, cosa que no gustó nada a su padre, pero tampoco quiso dedicarse a
difundir teorías, como si fuera un académico. Así que decidió conocer el mundo
de verdad viajando a través de él.
En
1618 le llegó su ocasión, al estallar la Guerra de los Treinta años, la cual le
sirvió para enrolarse en el Ejército y conocer mundo.
Aunque
participó en la Batalla de la Montaña Blanca, en 1620, no le gustó la vida
militar.
Se
dice que tuvo una visión el 10/11/1619 en Ulm. Meditando sobre si existiría una
sola ciencia que pudiera resolver todos los problemas, tuvo tres sueños.
En
el primero se vio a sí mismo lisiado y pidiendo refugio en una Iglesia. En el
segundo vio cómo le caía encima una fuerte tormenta. En el tercero abría un
libro en latín y leía unas palabras que significaban ¿Qué senda de la vida
seguiré?
Así que se
convenció de que su destino sería encontrar cuál podría ser esa ciencia y
dominarla.
Estuvo unos
años viviendo en París, donde celebraba discusiones de alto nivel con otros
pensadores laicos y eclesiásticos.
En 1628 se fue
hacia Holanda, donde vivió unos veinte años y tuvo una relación con una
sirvienta llamada Helen, la cual le dio una hija. Lamentablemente, esta niña
sólo vivió cinco años y esto pesaría mucho en el ánimo del filósofo.
Su vida en
Holanda consistía en meditar y mantener correspondencia con otros filósofos de
su época.
En 1633 acabó
una obra titulada “El mundo”, pero, como recibió la noticia de que, por
entonces, su amigo Galileo había sido condenado por la Iglesia a causa de su
teoría sobre el movimiento de la Tierra alrededor del Sol, la cual él apoyaba,
dejó el manuscrito recién acabado en un cajón.
Así, en los
siguientes años, se dedicó a difundir cómo era su método científico, para que
fuera aceptado por los eclesiásticos. Esa obra es conocida como “El discurso
del método” y se publicó en francés. Allí podemos encontrarnos la famosa frase “Pienso,
luego existo”.
Su sistema lo
aplicó a algunas ciencias, como la Óptica, donde formuló la Ley de refracción. En
el clima, donde buscó una explicación científica. En las Matemáticas, donde fue
pionero en la Geometría analítica.
Como no apoyó
sus razonamientos, como hacían otros con citas de la Biblia o de otras obras
eclesiásticas, pronto se ganó muchas enemistades y su Discurso figuró inmediatamente dentro de la lista de
libros prohibidos por la Iglesia.
A pesar de
ello, también se granjeó algunas amistades importantes, como la reina Cristina
de Suecia, la cual consiguió sus obras a través del embajador francés en su
Corte y, además, inició una relación epistolar
con nuestro personaje.
Esta reina
quería mejorar la imagen que se tenía de su país en Europa y así atrajo a su
Corte todo tipo de artistas y su mejor fichaje fue Descartes.
No fue fácil
convencerle para que, con 53 años, se trasladara a vivir desde la cómoda
Holanda a un país con un clima tan poco acogedor como Suecia.
Su principal
obligación fue ser el tutor pedagógico de la reina. El problema es que le
hacían levantar a la misma hora que ella, o sea, a las 5 de la mañana, y esto al
principio fue una gran contrariedad para un hombre acostumbrado a dormir muchas
horas y meditar en la cama.
Su estudiante
aprovechó mucho las enseñanzas del maestro, aunque nunca tuvo mucho interés por
las discusiones filosóficas.
La llegada del
invierno de 1650 se le hizo muy cuesta arriba y se pilló un resfriado, que fue
a más, degenerando en una pulmonía, la cual 10 días más tarde le llevó a la
tumba.
Como era un
católico que vivía en un país protestante, no podía ser enterrado en uno de sus
cementerios y se le buscó una tumba en un cementerio para niños no bautizados. Allí,
el embajador francés, encargó que se grabara en su lápida una extraña frase: “Expió
los ataques de sus rivales con la inocencia de su vida”.
Se desconoce
si él tenía rivales en Suecia. Lo que sí se sabe es que la reina tenía
intención de pasarse al catolicismo, como hizo después, y recibió secretamente
a dos emisarios procedentes de Roma.
No sabemos si
nuestro personaje influyó sobre la reina para tomar esa iniciativa. En caso
afirmativo, es posible que alguien quisiera quitarlo de en medio.
En aquella
época, las noticias de su muerte fueron solapadas por otras más importantes
para el futuro de su país.
La reina
estaba siendo presionada por el parlamento y sus asesores para que se casara
cuanto antes y diera a luz un heredero. Sin embargo, decidió nombrar como heredero
a su primo Carlos y reveló a sus confidentes que no se encontraba a gusto y que
meditaba sobre su abdicación.
Como ya he
dicho antes, cuatro años más tarde fue la protagonista de los cotilleos de toda
Europa, pues abdicó, se convirtió al catolicismo y dejó Suecia para ir a vivir
a Roma.
Nadie sabe por
qué tomó esa decisión, ni tampoco si fue convencida por Descartes.
Algunos opinaban
que ella era una gran amante de las artes y se sentía muy presionada en Suecia
y, por ello, se fue a Italia.
No obstante,
volvió en dos ocasiones para visitar dos propiedades que le habían cedido para
su manutención.
Se habló de
nombrarla reina de Nápoles o de Polonia, pero ninguno de estos planes se llevó
a efecto.
Simplemente,
ella estableció en Roma su Corte en el exilio y murió en esa ciudad 35 años
después.
En 1666
Francia pidió la exhumación y el traslado a su país de los restos de Descartes,
los cuales fueron sepultados en la iglesia de Sainte Genevieve du Mont.
Durante la
Revolución Francesa se pensó que no era una sepultura lo suficientemente digna
y trasladaron sus restos al Panteón.
No sabemos por
qué en 1819 se decidió trasladar sus restos de nuevo al lugar donde se
encuentran ahora. El problema es que, antes de darle sepultura en ese templo,
se abrió el ataúd y se descubrió que faltaba su cráneo.
Poco después,
apareció el mismo durante una subasta en Suecia. Parece ser que había sido
apartado del resto del cuerpo durante el primer traslado, pues un tal Israel
Hanstrom había escrito una breve explicación del hecho en su frente.
No obstante, aunque
el cráneo fue devuelto por Suecia a Francia, nunca llegó a juntarse con el
resto del cuerpo y hoy día está depositado en el Museo del Hombre, de París.
Parece ser que
en 1980 un científico alemán llamado Eike Pies estudiaba la correspondencia de
uno de sus antecesores familiares, Willen Piso, en los archivos de la
Universidad de Leyden, en Holanda.
Allí encontró
una carta escrita por Johann van Wullen, el médico de la reina Cristina de
Suecia, que había sido testigo de la muerte del filósofo. En ella le daba a
Piso los detalles del proceso de la enfermedad de Descartes, aunque también
decía que la propia reina le había pedido leer su carta antes de que la
enviara. Esto parecía muy extraño para una enfermedad tan conocida como la pulmonía.
Así que Eike
Pies tradujo la carta y, quitándole las fechas y los nombres, se la entregó a
un forense. Esta tardó muy poco en enviarle su informe. Parece ser que era un
caso muy claro de envenenamiento por arsénico y no tenía nada que ver con una
simple pulmonía.
Este veneno es
posible rastrearlo en un cuerpo durante mucho tiempo, pues deja marcas
inconfundibles, aunque, para ello, habría que exhumar otra vez sus restos.
Evidentemente,
sería casi imposible, a estas alturas, encontrar al culpable de este delito. Más tarde, Eike Pies publicó un libro sobre sus teorías sobre este homicidio.
Es una pena
que no se pueda realizar ya esta investigación, pues Descartes fue un pionero
en la investigación científica.
Parece ser
que, en su momento, hubo muchas conjeturas en Suecia sobre su muerte y la
posibilidad de haber sido envenenado. No obstante, estos rumores se fueron
apagando al no poder encontrar ninguna explicación clara sobre por qué o por
quién podría haber sido asesinado.
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