Como siempre he dicho, alguna vez
nos enteraremos de verdad de lo que verdaderamente pasó antes, durante y
después de la II Guerra Mundial. Según vamos comprobando, sólo nos hemos ido
enterando de lo que les ha interesado comunicar a los vencedores de esa guerra.
Esta vez traigo al blog un personaje
con un espantoso historial y que actuó antes y después de ese gran conflicto
bélico.
Ahora no recuerdo si fue en la película titulada “Z” o en “Estado de
sitio”, ambas de Costa-Gavras, aparecen en una escena unos policías donde
afirman que los gobiernos pasan, pero todos los regímenes necesitan una
policía. O algo por el estilo.
En el caso de hoy, vamos a ver la
vida de un personaje llamado Horst Kopkow, nacido en 1910, en la localidad de
Ortelsburg, situada en la antigua Prusia
Oriental alemana.
Tras el final de la II Guerra
Mundial, esa zona se cedió a Polonia y hoy en día esa ciudad se llama Szczytno.
Era el menor de un matrimonio que
tuvo 6 hijos. Su padre era comerciante y también tenía un hostal.
Como otras muchas familias
europeas, ésta perdió a los dos hijos mayores combatiendo en la I Guerra
Mundial. Parece ser que este hecho y los efectos de la derrota sobre Alemania,
más las duras consecuencias del Tratado
de Versalles, dicen que marcaron el carácter de Horst.
Parece ser que no fue un mal
estudiante y comenzó la carrera de Farmacia, pero pronto la dejó, tras ingresar
en el partido nazi. Muy pronto llegó a ser uno de los líderes locales de ese
partido. Incluso, conoció a Gerda, su futura esposa, cuando ella era también
una de las líderes de la sección
femenina del mismo partido.
En su afán por destacar, tras la
llegada de Hitler, ingresó en las temidas SS, aquellos grupos que atemorizaban
a los alemanes con sus uniformes de color negro. Posteriormente, cuando fueron
a luchar al frente, vistieron unos uniformes del mismo color que los del
Ejército, aunque conservaron sus distintivos, que denotaban su procedencia.
En 1937, parece ser que sus jefes
vieron el potencial de este personaje y lo trasladaron a
la sede central del
nuevo RSHA, en Berlín. Esta institución se fundó para centralizar en un solo
organismo el mando central de todos los servicios de seguridad del III Reich.
Este organismo tuvo unos
directores, que, desgraciadamente, son muy conocidos por todos. El primero fue
Reinhard Heydrich. El segundo, Heinrich Himmler. Por último, Ernst
Kaltenbrunner.
En 1939, nuestro personaje ya
había ascendido a comisario de la temida Gestapo y figuraba como jefe de un
departamento encargado de atrapar espías, enemigos del régimen y saboteadores.
En aquella época, Hitler dio una
orden en la que obligaba a que todos los que atraparan a este tipo de gente,
los mataran en el acto, aunque se les pillara vistiendo sus uniformes
militares. Algo que contraviene el Derecho Internacional y todos los convenios
sobre prisioneros de guerra.
De hecho, a más de un mando
alemán le costó la pena de muerte el haber ordenado el asesinato de los prisioneros
de guerra aliados, durante la ofensiva de las Ardenas.
Así que tanto Horst como los
agentes a su mando cumplieron esta norma a rajatabla y, tras capturar a este
tipo de gente, los sometían a duros interrogatorios para, posteriormente,
enviarlos a uno de los múltiples campos de exterminio, donde serían asesinados
y hechos desaparecer en sus famosos hornos.
En la posguerra, el servicio
británico, denominado SOE, se encargó de llevar a cabo una investigación sobre
el final de sus muchos agentes perdidos durante el conflicto. No faltaron
testigos, entre los presos de esos campos, que contaron haber visto cómo muchos
de esos agentes fueron fusilados o ahorcados en los mismos. A algunas de ellas,
como Violette Szabo, ya he dedicado alguno de mis anteriores artículos.
Incluso, en algunos casos, como
en el del campo de exterminio de Natzweiler, situado en Alsacia (Francia),
algunos testigos afirmaron que varias de estas mujeres fueron conducidas hasta
esos hornos, cuando aún se hallaban vivas y lucharon contra los operarios de
los mismos para no ser incineradas.
Por ello, muchos de los funcionarios
de las SS, que trabajaban en esos campos, fueron llevados ante los tribunales,
juzgados y ejecutados. Parece ser que los jueces no tuvieron en cuenta el
manido argumento de la “obediencia debida”, que suelen esgrimir estos
carniceros en muchos países.
La investigación de estos casos
los llevó a cabo una veterana agente del SOE, llamada Vera Atkins. Poco a poco,
esta investigadora fue estrechando el cerco y todos los indicios llevaban a
pensar que el principal responsable de estos asesinatos era nuestro personaje
de hoy.
Durante los interrogatorios,
muchos de los agentes de las SS llegaron a confesar que, tras haberle
hecho entrega de varios detenidos a
Kopkow, jamás se les volvió a ver con vida.
Lo cierto es que era un tipo muy
escurridizo, porque no solía aparecer en los papeles, ni firmar las órdenes que
daba, pero había infinidad de testigos que le señalaban como uno de los
principales culpables de estos asesinatos. Lo cierto es que las órdenes
escritas procedían de su departamento y el único responsable del mismo era él.
Atkins, estuvo realizando sus investigaciones
en Alemania hasta mediados de 1946. Posteriormente, regresó al Reino Unido,
donde redactó y entregó sus informes, dejando en los mismos que le avisaran en
el caso de que alguien conociera el paradero de Kopkow.
Así que, al poco tiempo, alguien
le informó de que la persona a la que buscaba ya se encontraba, junto con su
secretaria, en poder de los británicos.
Parece ser que lo tenían recluido
en un campamento militar británico, situado en la localidad alemana de Bad Nenndorf,
donde se dedicaban a interrogar a los que consideraban personajes importantes
del régimen nazi.
Lo cierto es que Kopkow les supo vender
muy bien sus conocimientos sobre los servicios de espionaje de la antigua URSS.
Previsiblemente, el próximo enemigo de los aliados durante la llamada Guerra
Fría.
Precisamente, uno de sus
interrogadores fue el famoso Kim Philby, que hasta había estado en la Guerra
Civil española, donde fue condecorado, por el bando nacional, por haber resultado herido en un bombardeo.
Muchos años después, se supo que se
trataba de un agente de la URSS, infiltrado en la Inteligencia británica, pero
no lo pudieron capturar, porque huyó antes de que lo arrestaran.
Evidentemente, durante los
interrogatorios, Kopkow, no mencionó en
absoluto su labor durante la guerra, consistente en ordenar el exterminio de
todo el que cayera en sus manos.
Parece ser que impresionó muy
positivamente a los interrogadores británicos por sus conocimientos sobre el
espionaje de la antigua URSS, contándoles muchas cosas que desconocían.
De hecho, algunos de ellos se
preguntaron si les estaba contando la verdad o solamente pretendía lograr que
los británicos desconfiaran aún más de sus aliados soviéticos.
Más o menos, lo mismo que hizo el
general Reinhard Gehlen, al que ya le dediqué otro de mis artículos.
Paradójicamente, los aliados estuvieron en esos años
enjuiciando y condenando a muchos nazis y, por otra parte, llevándose a otros a
su país para que colaboraran con ellos.
Evidentemente, eso último no lo
hicieron público en su momento, sino muchos años más tarde.
Parece ser que, antes de empezar
a hablar, los británicos, habían hecho una especie de trato con Kopkow para que
les contara lo que sabía.
Atkins siguió investigando e
interrogando a los antiguos presos de los campos. Algunos de ellos recordaban
haber conocido a un preso británico, llamado Frank Chamier. Un personaje digno
de que le dedique todo un artículo sólo para él. De momento, sólo voy a decir
que se trataba de un agente del MI6.
Como llevaban mucho tiempo sin
saber nada de él y movidos por la presión que estaban realizando sus
familiares, le preguntaron a Kopkow si sabía algo de él. Parece ser que se puso
pálido de repente, perdió su habitual compostura y, poniéndose muy nervioso,
negó saber nada sobre ese tema. Lo que fue un signo inequívoco de que estaba
mintiendo.
Parece ser que llegó a admitir su
participación en los duros interrogatorios realizados a Chamier, pero, para
intentar salvarse, afirmó que el prisionero había muerto en uno de los muchos
bombardeos aliados sobre Alemania.
En la única sesión de los
interrogatorios a Kopkow en la que dejaron participar a Atkins, ésta le
preguntó dónde habían llevado a los agentes capturados, que no habían aparecido.
Él le dijo que habían sido trasladados a un campo de concentración en Silesia,
cercano a la Prusia Oriental. Es posible que lo dijera porque sabía que allí no
podrían hacer investigaciones los británicos, ya que aquella zona había quedado
en poder de los soviéticos.
Seguramente, los del MI6,
consideraron que deberían de custodiar más de cerca a su nuevo fichaje, así que
lo trasladaron a un centro de interrogatorios, donde sólo podían entrar
agentes de esa organización, situado en el Reino Unido.
Como vieron que los
investigadores sobre crímenes de guerra se estaban acercando demasiado a su
protegido, ante un requerimiento para un nuevo interrogatorio, les respondieron
que Kopkow había muerto. Por lo visto, los del SOE, ya habían conseguido que
alguno de sus subordinados fuera ahorcado por haber matado a sus agentes.
Incluso, alguno de ellos ya había acusado a Kopkow de ser el que ordenaba esos
asesinatos.
Así que a los investigadores del SOE no
les quedó otra que dar por cerrado el expediente de Kopkow, mientras éste era
devuelto a la zona de Alemania ocupada por el Reino Unido. Sólo que esta vez
trabajaría para ellos, pero con un nombre falso, el de Peter Cordes. También le
buscaron un trabajo como directivo de una fábrica textil en Alemania.
Parece ser que no se le permitió
reunirse con su familia hasta dos años después de haber sido capturado. Luego, vivieron
juntos, pero haciéndose pasar por un tío de sus propios hijos.
Kopkow siguió trabajando en los
años 50 para los británicos. Se cree que trabajó para ellos durante 20 años. A
cambio, nadie le volvió a preguntar sobre sus actividades durante la II Guerra
Mundial. Parece ser que los documentos que le podrían incriminar fueron
destruidos, probablemente, por sus amigos británicos, y nadie pudo probar nada
contra él.
Lo cierto es que hay que
reconocer que se supo vender muy bien al MI6. En cambio, la mayoría de sus
colaboradores fueron encarcelados y muchos de ellos ejecutados por los crímenes
cometidos. Se calcula que, Kopkow, estuvo, al menos, implicado en el asesinato
de 118 agentes británicos. Probablemente, fue mayor el número de sus víctimas
de otras nacionalidades.
Parece ser que también estuvo
implicado en la investigación y muerte de muchos de los acusados de estar
dentro del complot fallido de von Stauffenberg.
El MI6 sólo dejó que le molestara
la Policía alemana cuando, unos años más tarde, quiso interrogarle, dentro de
una investigación para conocer el paradero de su jefe, Heinrich Müller, el cual
desapareció al final de la guerra y nunca más se supo nada de él.
No obstante, un reportero
británico dio con él en 1986. No accedió a ser filmado, pero sí contestó a las
preguntas del periodista.
En un momento dado, dejó pasmado
al periodista cuando le dijo que sabía que los británicos habían buscado
voluntarios en sus cárceles para lanzarlos sobre Francia. Así que él, al
eliminarlos, le había hecho un buen servicio al Reino Unido.
Parece ser que le llegó la muerte
en 1996 a causa de una neumonía. Su fallecimiento se produjo en un hospital de
la ciudad de Genselkirchen.
Todo esto me recuerda un viejo
poema de Ramón de Campoamor, el cual dice así:
“Y es que en el mundo traidor
nada hay verdad ni mentira;
todo es según el color
del cristal con que se mira”
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