ESCRIBANO MONACAL

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UNA GRAN OBRA MAESTRA REALIZADA EN MARFIL

miércoles, 15 de enero de 2025

JUAN ANTONIO LLORENTE, UN HOMBRE QUE SUPO ESTAR EN LOS DOS BANDOS.

 

Hoy voy a narrar la curiosa historia de Juan Antonio Llorente González, un personaje que supo sacar partido de dos ideologías enfrentadas y ahora veréis por qué digo esto.

Juan Antonio Llorente nació en 1756 en el pueblo riojano de Rincón de Soto. Su padre era un hidalgo, que se dedicaba al cultivo de sus tierras, las cuales se hallaban cerca de Calahorra.

La familia estaba compuesta por el matrimonio y 5 hijos. Todo parecía irles muy bien, sin embargo, el padre de nuestro personaje falleció cuando éste sólo tenía 2 meses de edad.

Para mayor desgracia, su madre también falleció unos 10 años después. Así que a los chicos no les quedó más remedio que irse a vivir con uno de sus tíos, que era párroco en la cercana localidad de Calahorra.

De esa manera, el hermano mayor, Francisco Javier, que tenía 16 años más que nuestro personaje, accedió pronto al clero y fue nombrado párroco de otro pueblo riojano.

En cambio, envió a Juan Antonio a estudiar Filosofía en Tarazona, para, posteriormente, licenciarse en los llamados dos Derechos, Civil y Canónico, en la Universidad de Zaragoza, obteniendo el doctorado en la de Valencia y colegiándose como abogado en Madrid.

No obstante, parece que no le atrajo demasiado el ejercicio de la abogacía. Así que, como había recibido formación teológica, en 1779, accedió al sacerdocio y, posteriormente, el obispo de Calahorra lo nombró fiscal eclesiástico y vicario general de su obispado.

Por aquella época, conoció a un ilustrado, que le dio a conocer las nuevas ideas que se estaban desarrollando en la vecina Francia. Parece ser que influyó mucho sobre él y eso le llevó a trasladarse a la corte madrileña.

Así que, con 32 años, llegó a Madrid. Al principio, empezó a trabajar como administrador y albacea de los duques de Sotomayor.

Sin embargo, muy poco tiempo después, fue nombrado censor de libros y secretario supernumerario de la Inquisición en Madrid. Un cargo dotado con un magnífico sueldo.

Supongo que ya, en aquella época, la sede central de la Inquisición se habría trasladado desde su primera sede, donde ahora está la Basílica de Atocha, al edificio de la calle Torija, muy cercano al Senado y que, en 2008, fue comprado por el Estado a la congregación de monjas que allí vivían.

Curiosamente, en su fachada, se puede ver una placa, indicando que allí estuvo la sede central de la Inquisición. Sin embargo, en la acera de enfrente, hay otro edificio, que albergó  la infame checa de Fomento, pero no tiene ninguna placa que la identifique como tal.

Por si alguien todavía no lo sabe, en Madrid, el quemadero de la Inquisición estaba en la actual Glorieta de Ruiz Giménez, esquina con la calle Alberto Aguilera. Justamente, donde ahora se hallan unos pisos muy llamativos, que, según tengo entendido, son para el personal militar.

De hecho, se cuenta que, en 1869, cuando unos obreros estaban ampliando esa calle, encontraron, bajo tierra, muchos restos de madera quemada y cenizas. Ya nos podemos imaginar de dónde procedían.

Volviendo a nuestro personaje, debió de tener un buen enchufe, pues llegó a conseguir que el propio Carlos IV le otorgase las rentas de una canonjía en Calahorra, sin la obligación de tener que residir en esa localidad. Hay que decir que la duquesa de Sotomayor era la camarera mayor de la reina.

No obstante, supongo que, debido a envidias, tuvo que desplazarse a Calahorra para hacerse cargo de su puesto. Por ello, poco después, protegió a varios clérigos franceses, que habían llegado a esa localidad, huyendo de los revolucionarios de su país.

Supongo que alguien le habría “tomado la matrícula”, porque en 1801 le acusaron de ser un hereje jansenista. Por ello, ordenaron su encierro en un convento madrileño hasta que se resolvió satisfactoriamente y a su favor ese asunto. Parece ser que su puesta en libertad se debió a su amistad con Godoy.

Por lo visto, esa acusación se basaba en la buena relación, que tuvo Llorente con el anterior inquisidor general, Manuel Abad, el cual fue cesado de ese cargo, tras haber sido acusado de ser jansenista. Incluso, éste le había encargado que realizara un informe para hacer reformas en los procedimientos inquisitoriales. Eso le sirvió para poder estudiar los archivos de la Inquisición.

También habían interceptado algunas cartas en las que Llorente aconsejaba a algunos de sus amigos jansenistas cómo hacer frente a la vigilancia a que les tenían sometidos los inquisidores.

En 1805 regresó a la Corte y, al año siguiente, el rey le nombró canónigo de la importante Catedral de Toledo, sin la obligación de tener que trasladarse a esa ciudad.


Ya no tendría nunca más ninguna relación con la Inquisición.

Por otro lado, le encargaron realizar un estudio sobre los fueros vascos. Algo que parece que no hizo mucha gracia a los amantes de esos fueros. Incluso, fue nombrado caballero de la Real Orden de Carlos III.

Sin embargo, su vida cambió, tras la llegada de las tropas de Napoleón a España y el comienzo de la guerra de la Independencia.

Para empezar, el mariscal Murat, le ordenó que se desplazase hasta la ciudad francesa de Bayona a fin de formar parte del comité, formado por 91 notables españoles, que redactarían la llamada Constitución de Bayona.

Eso dio lugar a que, a su regreso a la Corte, el rey José I le nombrase consejero de Estado para asuntos religiosos.

También, como acababan de abolir la Inquisición, le entregaron los archivos de esa institución y esa fue una aportación muy valiosa para que, unos años más tarde, escribiera su famosa Historia Crítica de la Inquisición.

A la vez, fue en esa época cuando publicó el Reglamento para la Iglesia española, donde, como buen afrancesado, proponía algo muy parecido a la llamada constitución civil del clero en Francia. Se podría decir que pretendía una nacionalización de la Iglesia española. Algo parecido a la iglesia anglicana.

En 1809, cuando ya se habían prohibido las órdenes religiosas, se le nombró colector general de los bienes de los conventos. O sea, que pusieron al zorro al mando del gallinero y, como era de esperar, se forró al apropiarse de muchos bienes conventuales.

Así que no nos debería extrañar que se dedicó a comprar viviendas en las zonas más lujosas de Madrid y tierras de labor alrededor de la Corte. Evidentemente, en aquella época, las tierras de labor tenían más importancia que en la actualidad.

También le nombraron comendador de la nueva Orden de España. Un puesto dotado con un sueldo nada desdeñable. Precisamente, se conserva el retrato que le hizo Goya con el uniforme de esa Orden.

Otro de sus éxitos lo halló “buceando” en los Archivos de la Inquisición. Por ello, redactó una memoria, que leyó en 1811 en la Real Academia de la Historia, en la que, según sus investigaciones, podía demostrar que el pueblo español siempre estuvo en contra de la implantación de la Inquisición en todos los territorios españoles.

Incluso, esta documentación fue utilizada por los mismos diputados reunidos en las Cortes de Cádiz.

Como dice el refrán: “Lo que se gana con facilidad, pronto se pierde”. Eso fue lo que le ocurrió a nuestro personaje.

A partir de 1812, los franceses empezaron a perder la guerra de la Independencia y, tras su derrota en Arapiles (Salamanca), huyó junto al rey hacia Valencia. Desde allí fueron a Zaragoza.

Llorente no perdió el tiempo en la ciudad aragonesa. Allí se puso a investigar en los archivos de la Inquisición y encontró los documentos relativos al proceso de Felipe II contra Antonio Pérez y contra los asesinos del inquisidor Arbués.

Sin embargo, tras la derrota francesa en Vitoria, tuvieron que atravesar, apresuradamente, la frontera francesa por Canfranc (Huesca).

Muy a su pesar, fijó su residencia en París, a donde no pudo llevarse ni su fortuna personal, ni tampoco su amplia biblioteca. Compuesta por unos 8.000 libros y considerada la mejor de todo Madrid. Aunque sí consiguió llevarse muchos documentos extraídos de los archivos de la Inquisición y que vendió, en 1821, a la Biblioteca Nacional de Francia.

En 1817, publicó la mencionada obra, “Historia crítica de la Inquisición en España”. Según los expertos, se trata de una obra llena de inexactitudes y exageraciones. Por ejemplo, afirma que la Inquisición española quemó a unas 31.000 personas, cuando no se tiene constancia de que fueran más de 1.000. No obstante, tuvo un gran éxito en Francia.

En 1822, publicó “Retrato político de los Papas”, donde, entre otras cosas, afirma que fue real la leyenda de la papisa Juana, a la que ya dediqué otro de mis artículos.

Parece ser que esta obra provocó un gran escándalo en Francia y eso, unido a su aproximación a ciertas organizaciones revolucionarias liberales, dio lugar a que lo expulsaran de ese país y
tuviera que regresar a España.

A pesar de que sólo tenía 66 años, ya estaba bastante achacoso y ese viaje, realizado a finales de 1822, le debió sentar muy mal.

Así que, en febrero de 1823, nada más llegar a Madrid, sufrió una apoplejía que le llevó a la muerte.

En París había dejado una hija, que sólo tenía 3 años, fruto de su relación con una joven francesa.

Marcelino Menéndez Pelayo le dedica varios capítulos en su famosa obra “Historia de los heterodoxos españoles”.

 

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