Hoy voy a narrar la curiosa
historia de Juan Antonio Llorente González, un personaje que supo sacar partido
de dos ideologías enfrentadas y ahora veréis por qué digo esto.
La familia estaba compuesta por
el matrimonio y 5 hijos. Todo parecía irles muy bien, sin embargo, el padre de
nuestro personaje falleció cuando éste sólo tenía 2 meses de edad.
Para mayor desgracia, su madre
también falleció unos 10 años después. Así que a los chicos no les quedó más
remedio que irse a vivir con uno de sus tíos, que era párroco en la cercana localidad
de Calahorra.
De esa manera, el hermano mayor,
Francisco Javier, que tenía 16 años más que nuestro personaje, accedió pronto al
clero y fue nombrado párroco de otro pueblo riojano.
En cambio, envió a Juan Antonio a
estudiar Filosofía en Tarazona, para, posteriormente, licenciarse en los llamados
dos Derechos, Civil y Canónico, en la Universidad de Zaragoza, obteniendo el doctorado
en la de Valencia y colegiándose como abogado en Madrid.
No obstante, parece que no le
atrajo demasiado el ejercicio de la abogacía. Así que, como había recibido formación
teológica, en 1779, accedió al sacerdocio y, posteriormente, el obispo de Calahorra
lo nombró fiscal eclesiástico y vicario general de su obispado.
Así que, con 32 años, llegó a Madrid.
Al principio, empezó a trabajar como administrador y albacea de los duques de
Sotomayor.
Sin embargo, muy poco tiempo después,
fue nombrado censor de libros y secretario supernumerario de la Inquisición en Madrid.
Un cargo dotado con un magnífico sueldo.
Supongo que ya, en aquella época, la sede central de la Inquisición se habría trasladado desde su primera sede, donde ahora está la Basílica de Atocha, al edificio de la calle Torija, muy cercano al Senado y que, en 2008, fue comprado por el Estado a la congregación de monjas que allí vivían.
Curiosamente, en su fachada, se
puede ver una placa, indicando que allí estuvo la sede central de la Inquisición.
Sin embargo, en la acera de enfrente, hay otro edificio, que albergó la infame checa de Fomento, pero no tiene
ninguna placa que la identifique como tal.
Por si alguien todavía no lo
sabe, en Madrid, el quemadero de la Inquisición estaba en la actual Glorieta de
Ruiz Giménez, esquina con la calle Alberto Aguilera. Justamente, donde ahora se
hallan unos pisos muy llamativos, que, según tengo entendido, son para el
personal militar.
De hecho, se cuenta que, en 1869,
cuando unos obreros estaban ampliando esa calle, encontraron, bajo tierra,
muchos restos de madera quemada y cenizas. Ya nos podemos imaginar de dónde
procedían.
Volviendo a nuestro personaje, debió de tener un buen enchufe, pues llegó a conseguir que el propio Carlos IV le otorgase las rentas de una canonjía en Calahorra, sin la obligación de tener que residir en esa localidad. Hay que decir que la duquesa de Sotomayor era la camarera mayor de la reina.
No obstante, supongo que, debido
a envidias, tuvo que desplazarse a Calahorra para hacerse cargo de su puesto. Por
ello, poco después, protegió a varios clérigos franceses, que habían llegado a
esa localidad, huyendo de los revolucionarios de su país.
Supongo que alguien le habría “tomado
la matrícula”, porque en 1801 le acusaron de ser un hereje jansenista. Por ello,
ordenaron su encierro en un convento madrileño hasta que se resolvió satisfactoriamente
y a su favor ese asunto. Parece ser que su puesta en libertad se debió a su amistad
con Godoy.
También habían interceptado
algunas cartas en las que Llorente aconsejaba a algunos de sus amigos jansenistas
cómo hacer frente a la vigilancia a que les tenían sometidos los inquisidores.
En 1805 regresó a la Corte y, al año siguiente, el rey le nombró canónigo de la importante Catedral de Toledo, sin la obligación de tener que trasladarse a esa ciudad.
Ya no tendría nunca más ninguna relación con la Inquisición.
Por otro lado, le encargaron
realizar un estudio sobre los fueros vascos. Algo que parece que no hizo mucha
gracia a los amantes de esos fueros. Incluso, fue nombrado caballero de la Real
Orden de Carlos III.
Sin embargo, su vida cambió, tras
la llegada de las tropas de Napoleón a España y el comienzo de la guerra de la
Independencia.
Para empezar, el mariscal Murat,
le ordenó que se desplazase hasta la ciudad francesa de Bayona a fin de formar parte
del comité, formado por 91 notables españoles, que redactarían la llamada
Constitución de Bayona.
Eso dio lugar a que, a su regreso
a la Corte, el rey José I le nombrase consejero de Estado para asuntos
religiosos.
También, como acababan de abolir
la Inquisición, le entregaron los archivos de esa institución y esa fue una
aportación muy valiosa para que, unos años más tarde, escribiera su famosa
Historia Crítica de la Inquisición.
En 1809, cuando ya se habían
prohibido las órdenes religiosas, se le nombró colector general de los bienes
de los conventos. O sea, que pusieron al zorro al mando del gallinero y, como
era de esperar, se forró al apropiarse de muchos bienes conventuales.
Así que no nos debería extrañar
que se dedicó a comprar viviendas en las zonas más lujosas de Madrid y tierras
de labor alrededor de la Corte. Evidentemente, en aquella época, las tierras de
labor tenían más importancia que en la actualidad.
Incluso, esta documentación fue
utilizada por los mismos diputados reunidos en las Cortes de Cádiz.
Como dice el refrán: “Lo que se
gana con facilidad, pronto se pierde”. Eso fue lo que le ocurrió a nuestro
personaje.
Llorente no perdió el tiempo en
la ciudad aragonesa. Allí se puso a investigar en los archivos de la
Inquisición y encontró los documentos relativos al proceso de Felipe II contra
Antonio Pérez y contra los asesinos del inquisidor Arbués.
Sin embargo, tras la derrota
francesa en Vitoria, tuvieron que atravesar, apresuradamente, la frontera
francesa por Canfranc (Huesca).
Muy a su pesar, fijó su residencia
en París, a donde no pudo llevarse ni su fortuna personal, ni tampoco su amplia
biblioteca. Compuesta por unos 8.000 libros y considerada la mejor de todo
Madrid. Aunque sí consiguió llevarse muchos documentos extraídos de los archivos
de la Inquisición y que vendió, en 1821, a la Biblioteca Nacional de Francia.
En 1817, publicó la mencionada
obra, “Historia crítica de la Inquisición en España”. Según los expertos, se
trata de una obra llena de inexactitudes y exageraciones. Por ejemplo, afirma
que la Inquisición española quemó a unas 31.000 personas, cuando no se tiene
constancia de que fueran más de 1.000. No obstante, tuvo un gran éxito en
Francia.
Parece ser que esta obra provocó
un gran escándalo en Francia y eso, unido a su aproximación a ciertas organizaciones
revolucionarias liberales, dio lugar a que lo expulsaran de ese país y
tuviera
que regresar a España.
A pesar de que sólo tenía 66 años,
ya estaba bastante achacoso y ese viaje, realizado a finales de 1822, le debió sentar
muy mal.
Así que, en febrero de 1823, nada
más llegar a Madrid, sufrió una apoplejía que le llevó a la muerte.
En París había dejado una hija,
que sólo tenía 3 años, fruto de su relación con una joven francesa.
Marcelino Menéndez Pelayo le dedica
varios capítulos en su famosa obra “Historia de los heterodoxos españoles”.
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