Hoy voy a narrar un hecho del
que, realmente, se sabe muy poco y del que tampoco se han podido encontrar
muchos datos. No obstante, no me resisto a relatar este suceso histórico.

Luego, todos sabemos que, en
1759, a la muerte de su hermanastro, Fernando VI, su padre regresó a nuestro
país, donde fue proclamado rey de España, con el nombre de Carlos III. De esa
manera, el futuro Carlos IV, pasó a ser príncipe de Asturias. Título que se da a
los herederos al trono de España.
En 1788, a la muerte de su padre,
le sucedió en el trono, con el nombre de Carlos IV. Parece ser que su padre
nunca lo vio muy apto para las tareas de gobierno, pero es lo único que había y,
desgraciadamente, no se equivocó.

Visto que la gente estaba muy
descontenta con Floridablanca, fue cesado por el monarca y, en su lugar, colocó
al conde de Aranda, que era un político ilustrado, relacionado con muchos
intelectuales franceses.
El conde de Aranda fracasó en la
gestión encargada por el rey para intentar salvar la vida de Luis XVI. Así que,
en 1792, en cuanto el monarca francés fue derrocado por los revolucionarios, el rey cesó a Aranda
y puso en su lugar a Godoy. Con la llegada de este político, ya tenemos al
segundo protagonista de esta historia.
No obstante, Godoy, tampoco pudo
hacer nada por salvar la vida de Luis XVI, primo de Carlos IV, y, como todo el
mundo sabe, fue guillotinado en 1793.

La Paz de Basilea, firmada con
Francia en 1795, permitió recuperar todas las plazas españolas perdidas. A
cambio, hubo que regalarles lo que hoy es la República Dominicana.
En 1796, a instancias de Godoy, España,
firmó el Tratado de San Ildefonso, por el cual nuestro país pasaba a ser un
aliado de la primera potencia del momento, Francia.
A causa de este pacto, el Reino
Unido nos declaró la guerra y, por ello, varias de nuestras plazas fueron
asediadas por mar. Así que, como el rey no estaba muy contento con la política
de Godoy, lo cesó en 1798.
Tras él, hubo un ínterin, en el
que dos políticos menos relevantes pasaron a ocupar la posición de valido del
rey.
En 1799, con la llegada al poder
de Napoleón, éste forzó a Carlos IV para que volviera a llamar a Godoy, para el
puesto de valido.

Para ello, en 1801, Francia,
conjuntamente con España, le declararon la guerra a Portugal. Por ese motivo,
se permitió que las tropas francesas atravesaran la Península Ibérica.
En 1807, el mismo año en que
Francia y España, después de haber ocupado Portugal, se reparten su territorio,
se produce una conjura palaciega, encabezada por el príncipe de Asturias, futuro
rey Fernando VII. Ya tenemos otro personaje en escena.
Esta vez, el príncipe Fernando,
fracasó en su intento de destronar a su padre. Éste cometió el error de no
querer castigarle y en 1808 se produjo el Motín de Aranjuez. Un nuevo intento,
esta vez exitoso, de Fernando contra su padre. Así que Carlos IV se vio solo y
abdicó en su hijo Fernando.

Allí, el emperador exigió que
Fernando devolviera la corona a su padre. Cosa que hizo. Lo que no sabía
Fernando es que su padre ya había pactado con el emperador para entregarle la
corona a éste. Posteriormente, Napoleón, decidió nombrar como nuevo rey de
España a su hermano, el futuro José I.

Hasta ahora hemos hablado del
padre de Fernando VII, pero no de la madre. Así que ya es hora de que aparezca
en escena.
María Luisa de Borbón-Parma era
hija de Felipe I, duque de Parma, y de Luisa Isabel de Francia, hija de Luis
XV. Así que era prima de Luis XVI, Luis XVIII y Carlos X y también, pero en
menor grado, de su propio marido, Carlos IV. Se casaron en 1765, cuando ella
sólo tenía 14 años.
Siempre gustó de entrometerse en
los asuntos de gobierno, con el beneplácito de su esposo. Juntos tuvieron nada
menos que 14 hijos, aunque sólo la mitad llegaron a una edad adulta, y 11
abortos. Todo eso le dejó profundas señales en el rostro, que la envejecieron
muy pronto.

Incluso, se comenta que algunos
amantes de la reina lo fueron también de la famosa duquesa de Alba, Cayetana. Existiendo
una clara rivalidad entre las dos.


Incluso, dicen que uno de los
motivos por los que el príncipe organizó las conjuras contra su padre fue
porque éste otorgó a Godoy el título de Alteza Serenísima. Por ello, los
partidarios del príncipe le indicaron que el rey podría estar tramando
desheredar a su hijo y poner como sucesor a Godoy.
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Curiosamente, la reina no hizo testamento
a favor de su marido o de sus hijos, sino a favor del mismo Godoy.
Evidentemente, fue anulado por su hijo unos días después.
Como todos sabemos, en aquella
época, era costumbre que mucha gente dispusiera de un confesor personal. La
reina disponía de uno llamado fray Juan de Almaraz. Este es el último personaje
de nuestra historia.
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Parece ser que la reina confesó
con él, el día antes de su muerte y allí le hizo una declaración, que podría
poner en peligro a la monarquía española. Incluso, hoy en día, hay quienes
ponen esta confesión en entredicho, porque la reina tenía fama de lianta y le
gustaba meterse con todo el mundo. Especialmente, con su hijo Fernando VII.
Lo cierto es que en el testamento
de la reina se ordenaba que su hijo le pagara la cantidad de 4.000 duros al
mencionado confesor. Como Fernando VII se negó a ello, el fraile tomó una
decisión de la que se arrepentiría durante toda su vida.

El periodista José María Zavala,
autor del libro “Bastardos y Borbones”, encontró en el archivo del Ministerio
de Justicia, en Madrid, un documento escrito por este fraile y fechado el 20 de
junio de 1827, el cual ha publicado en el citado libro. Parece ser que en el
sobre lacrado donde estaba se indicaba “Reservadísimo” e iba dirigido al
confesor del fraile.

Parece ser que otro gran escritor
español, ya fallecido, Juan Balansó, mencionó el citado documento en varias de
sus obras, pero, según parece, nunca pudo hallarlo.

No hará falta decir que, por
aquel entonces, España pintaba ya bien poco, el Papa no le hizo ni caso. Así que, Fernando
VII, ni corto ni perezoso, mandó a un grupo de su gente más fiel a Roma. Allí encontraron
a este fraile, lo raptaron y se lo trajeron a España.
Llegó a bordo de un barco, el
cual atracó en Barcelona y de ahí lo enviaron a la fortaleza de Peñíscola. El monarca
no se paró ahí, sino que dio las oportunas instrucciones al alcaide de esa
cárcel para que el prisionero fuera encerrado por tiempo indefinido en una
celda y aislado de todos los demás.

¿Esta historia no os recuerda la del abate Faria, que se hallaba encarcelado en la
celda al lado de la del Conde de Montecristo? A mí también me recuerda la historia
del prisionero de la Máscara de hierro.
Parece ser que, en 1830, el
arzobispo de México, que había regresado a España, tras la independencia de ese
país, recibió un curioso encargo de Fernando VII.

A pesar del lamentable aspecto
del preso y de que ya daba muestras de demencia, entendió perfectamente lo que
le decía el arzobispo y, con la promesa
del perdón real, firmó el documento de retractación. No
olvidemos que el arzobispo era un superior jerárquico de este fraile. A lo
mejor, con esa intención eligió el rey al arzobispo para que cumpliera esta
misión.
Sin embargo, el rey no cumplió su
palabra y no le perdonó, a pesar de que el arzobispo se dirigió a él para
recordarle que había empeñado su palabra delante del prisionero. No obstante,
un ministro le recomendó al clérigo que se olvidara del tema, no fuera a hacer
que el rey se cabreara con él. Así que el arzobispo dejó este tema, porque el
monarca estaba dando muestras de su crueldad por toda España.

Así que dirigió un escrito al rey
para ver si, en razón de la mala salud del preso, debido a su largo encarcelamiento
y a su avanzada edad, se le podría aplicar un Decreto de Amnistía, que había otorgado
el rey recientemente.
Supongo que el alcaide, aparte de
que tuviera piedad del preso, también tendría en mente que, anteriormente, el
monarca había hecho responsables de la salud del preso al alcaide que hubiera en esa fortaleza, en cada momento. Así que me parece que el alcaide no querría
que se le muriera con él como responsable de la misma.
Incluso insistió en otro escrito
al Gobierno. Esta vez, tuvo más suerte, pues el escrito llegó a comienzos de
1834 y el rey había muerto unos meses antes.
Así que el presidente del Consejo
de Ministros, antes de tomar medida alguna, fue a consultar este asunto con la
reina viuda María Cristina. Esta nunca había sabido sobre este tema. Así que le
otorgó, inmediatamente, su perdón y consiguió ser puesto en libertad.
Ya sólo se sabe que tuvo un modesto
cargo en la Catedral de Cuenca y murió en 1837 a los 70 años de edad.
Como suelo decir, muchas veces la
Historia es igual o más apasionante que muchas novelas. Espero que os haya
gustado y que os apuntéis como seguidores del blog.
Muchas gracias y saludos.
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