En mi anterior artículo, creo que
ya puse en claro la relación entre el emperador romano Constantino I y la
Iglesia cristiana.
Seguramente, más de uno habrá
pensado que el emperador se aprovechó de esta relación, llevando a la Iglesia a
su propio terreno.
Por una parte, todo eso es
cierto. Sin embargo, hoy vamos a ver cómo la Iglesia también quiso sacar una
buena tajada de esa relación, amparada en los miles de fieles que seguían su
doctrina.
Posiblemente, a más de uno le
sonará San Silvestre por el nombre de las maratones populares que se celebran ese
día, que es el último del año.
Ese día, entre otros, se celebra
la festividad del Papa San Silvestre I, contemporáneo del citado emperador.

Precisamente, durante su
pontificado, en el 325, tuvo lugar el famoso concilio de Nicea, al que no pudo
asistir el Pontífice, pero sí unos representantes suyos. Parece ser que uno de
los representantes papales fue el obispo de Córdoba.
En este concilio tuvo lugar la
primera condena del Arrianismo a la que se le calificó como una herejía.
También se redactó el primer credo oficial de la Iglesia.
También se dice que este
Pontífice fue el primero en usar la tiara papal. Esta era una especie de casco
alto y puntiagudo, donde se insertaban tres coronas.
Parece ser que significaban ser
el pastor universal, el juez universal y el gobernante temporal sobre sus
territorios.

Volviendo a San Silvestre I, lo
cierto es que, gracias a su amistad con el emperador, logró obtener el Palacio
de Letrán, que fue la primera sede papal, y la basílica, que se encuentra al
lado. Considerada ahora como la catedral de Roma.
También, gracias a los generosos fondos
imperiales, pudo edificar varias basílicas para el culto cristiano. Como ya
comenté en mi anterior artículo.

Este documento ya aparecía en el
llamado “Libro de los Papas”. Una especie de crónica de cada pontificado. Cubre
el período desde San Pedro hasta Esteban V, que ocupó esa silla entre los años
885 y 886.
En esta obra aparece la citada “Donación
de Constantino”, en forma de una carta enviada por el citado emperador al Papa
Silvestre I.
En ella, el emperador obliga a
todos los obispos cristianos del mundo a que obedezcan al Papa de Roma y a sus
sucesores en el cargo.
La carta tiene dos partes. La primera
es una profesión de fe del emperador, mientras que la segunda se refiere a la
citada donación.

Del mismo modo, le otorga a Roma
la primacía sobre el resto de los patriarcados del momento. O sea, Antioquía, Alejandría,
Constantinopla y Jerusalén.
Todo ello, quedaba fijado en un
documento muy sospechoso, cuyo contenido ya les parecía falso a los eruditos
medievales. Hasta el mismo Eneas Silvio Picolomini, que llegaría a ser Papa, con
el nombre de Pío II, desconfiaba de él.
Sin embargo, hacia el año 850, ya
era conocido y aceptado en las antiguas Galias. Por ello, se cree que no se
redactó en Roma, sino en la abadía de Saint Denis, por entonces, junto a París.
Lógicamente, esto no se lo
perdonaron nunca, pues sólo cuatro años después fue denunciado como hereje y llevado
ante el tribunal de la Inquisición en Nápoles. Gracias a la intervención del
monarca pudo salvarse de ser condenado por ese tribunal eclesiástico.
A lo mejor es pura casualidad,
sin embargo, es cierto que los primeros protestantes se basaron en algunas de
sus obras para confeccionar su nueva doctrina.

Sin embargo, este documento tuvo
un gran valor para la Iglesia, pues durante varios siglos consiguió que el
Papado mantuviera a raya a la sociedad civil.
Fue incluido en varios textos
legales y, por supuesto, también tuvo sus defensores en las personas de Arnaldo
de Brescia, Guillermo de Ockam y Marsilio de Padua, que apoyaban el poder
temporal del Pontífice.

Esas posesiones pasaron primero
por ser las de un gran terrateniente. Más adelante, serían las propias de una
persona con mucho poder ante la sociedad. Al final, llegaron a ser, más o
menos, los Estados de un soberano.
El mismo San Gregorio Magno
(590-604), que antes de ser Papa fue prefecto de Roma, consolidó esas
propiedades, sabiendo sacarles unos importantes beneficios, los cuales destinó
a obras sociales.

La autoridad papal era
considerada como un cargo de prestigio, al ser el sucesor de los primeros Apóstoles.
A mediados del siglo VIII, los
longobardos, fueron capaces de conquistar Rávena y amenazaban directamente a
Roma.
Así que el Papa intentó solicitar
la protección de Bizancio, pero el emperador ya tenía bastante con mantener a
raya a los musulmanes.
De esa forma, el mismo Papa,
Esteban II (752-757), atravesó los Alpes, con objeto de pedir la protección del
rey franco, Pipino el Breve, padre del gran Carlomagno.

Incluso, se comprometió a
entregar al Papa, los territorios del Imperio Bizantino en Italia, que
estuvieran en poder de los longobardos.
Así hizo y, tras una serie de
guerras, logró expulsar de esa zona a los longobardos y entregó esos
territorios al Papa.
Ese fue el comienzo de los
llamados Estados Pontificios. Una enorme extensión de terreno en los que se
basó el poder temporal de los Papas.

Estos Estados Pontificios perduraron
hasta la conquista de Roma, en 1870, durante la unificación de Italia.
El conflicto entre el Papa y el
reino de Italia quedó, por fin, zanjado el 11/02/1929, tras la firma de los
Pactos Lateranenses. Con ello, se creaba el nuevo Estado del Vaticano.
Por parte del Vaticano, firmó ese
documento el cardenal secretario de Estado, Pietro Gasparri. A lo mejor, el
representante del reino de Italia os suena algo más. Se trató nada menos que de
Benito Mussolini.
Un curioso documento, el cual estuvo
vigente, aunque se demostrara su falsedad, durante varios siglos.
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