Hoy voy a hablar de un fenómeno
que se produjo en España, en plena I Guerra Mundial, que, a primera vista,
podría parecer que llenó los bolsillos de todos los españoles, pero que,
desgraciadamente, no fue así.
Veamos este asunto de cerca.
Aquella guerra que, según los beligerantes, iba a durar sólo unos pocos meses,
ya llevaba varios años. Con la consiguiente enorme pérdida de vidas humanas y
daños materiales de todo tipo y sin tener nada claro cuándo iba a acabar.
Hace un rato, estuve leyendo que,
al comienzo de la Guerra de los cien años, el rey de Inglaterra, también
“profetizó” que iba a durar muy poco. No estuvo muy acertado, porque duró 115
años.
En el caso español, muchos
industriales, principalmente, de la zona norte de la Península Ibérica,
negociaron con ambos bandos e, inmediatamente, comenzaron a exportar todo tipo
de suministros.
Precisamente, España, que tenía
una de las mayores marinas mercantes del mundo, perdió varias decenas de
barcos, torpedeados, principalmente, por los submarinos alemanes. En uno de esos ataques murieron el gran compositor Enrique Granados y su esposa.
El problema fue que, a causa de
tantas exportaciones, desabastecieron el mercado nacional, y eso causó una gran
inflación. No era la primera vez que ocurría eso en la Historia de España.
la cosa hubiera sido llevadera si las
subidas salariales hubieran compensado esa inflación, pero, como todos sabemos,
eso no suele ocurrir en España. Así que, como siempre, los obreros fueron los
que pagaron el pato.
Lógicamente, la burguesía
industrial se enriqueció e intentó alcanzar mayores cotas de poder en el
Gobierno. Sin embargo, se encontró con el obstáculo de la aristocracia y la
burguesía agraria, que era muy conservadora, los cuales supieron atraerse el
apoyo del Ejército.
Eso no le debería de extrañar a
nadie, pues una buena parte de la oficialidad procedía de la nobleza. Sólo hay
que mirar cualquier número del Diario Oficial del Ministerio de la Guerra y, en
la parte donde se publican los ascensos y los traslados de personal, veréis
que, junto al nombre del oficial, figura su título nobiliario.
Por otro lado, las malas
condiciones laborales en el campo, unido a las malas cosechas, provocaron que
muchos campesinos emigraran a las zonas industriales.
Parece ser que ese año fue muy
frío. Apenas hubo primavera. No he podido conseguir estadísticas completas
sobre España. Sin embargo, he visto que el invierno se alargó mucho, por
ejemplo, en París, se dieron temperaturas de hasta 15º bajo cero, en pleno mes
de abril. Incluso, en Italia, se le califica como el año más frío, entre 1889 y
1953. Como anécdota, en varios países, los cerezos, florecieron 3 semanas más
tarde de lo habitual.
Volviendo a España, hay que
reconocer que no todo fue negativo. La abundancia de ingresos le vino muy bien
a Hacienda para liquidar casi toda la Deuda Exterior. También se nacionalizaron
algunos sectores controlados por empresas extranjeras. Al mismo tiempo, la
balanza comercial pasó de ser deficitaria a tener continuos superávits entre
1915 y 1919.
Por lo visto, muchos empresarios,
calificaron a ese momento como “la época de la insospechada prosperidad”.
Como ejemplo, puedo citar que,
desde que empezó la I Guerra Mundial, se multiplicaron por 40 las exportaciones
de lana y en las sucursales de los Bancos en Cataluña se quintuplicaron los
saldos de los depósitos de los clientes. Evidentemente, los obreros no solían
tener cuentas en los Bancos.
Por el contrario, la inflación fue
devorando los pocos ahorros que tenía la gente. Sólo en 1917, la inflación
llegó al 26%. Pero es que, desde 1914, los precios habían subido un 68%.
No obstante, como en España
siempre se ha tenido una mentalidad cortoplacista, los industriales no supieron
crearse un potente mercado interior y toda esa prosperidad acabó nada más
terminar la guerra, porque los demás países dejaron de comprar sus productos,
dado que no tenían unos precios muy competitivos y también eran de una calidad
muy inferior.
Todo ello, acarreó una mayor
diferencia del nivel de vida entre el campo y las ciudades y un atraso mayor en
el campo, donde no se invirtió nada para modernizarlo.
Por no hablar de que hubo una
mayor diferencia de ingresos entre las clases que formaban la oligarquía
gobernante y el proletariado agrícola e industrial. Algo que le vino muy bien a
los partidos y sindicatos obreros para acoger a muchos más afiliados. O sea, se
radicalizó la política, igual que está ocurriendo ahora.
Aparte de ello, los servicios
diplomáticos y la Inteligencia de los países e n conflicto presionaron duramente a las autoridades
españolas para que se decidiesen a entrar en la guerra en
alguno de los dos bandos. De hecho, se produjeron muchas manifestaciones
callejeras, donde hubo peleas entre germanófilos y aliadófilos. Incluso, parece
ser que esos servicios de Inteligencia extranjeros se infiltraron en la CNT
para prolongar las huelgas en fábricas que trabajaban para el otro bando o
realizando atentados para que les echaran la culpa a los sindicalistas.
Afortunadamente, el Gobierno fue
sensato y no metió a España en esa guerra. Evidentemente, no siempre acertó. Ya
en 1915, publicó una Real Orden, por la que creaba las Juntas provinciales de
subsistencias, con el propósito de regular los precios. No sé si a algunos les
recuerda esto el intento de nuestro actual Gobierno de regular el precio de las
mascarillas. No hará falta decir que ambos gobiernos fracasaron en su intento
de fijar unos precios de venta por debajo de su coste.
Para colmo de males, no se les
ocurrió otra cosa que reducir las importaciones de trigo. Algo mortal para un
país, que siempre ha sido deficitario en ese cereal tan básico.
Todo ello hizo que la sociedad
española se partiera en dos. Una parte la formaban los que se habían
enriquecido con esta situación. Es decir, los industriales, grandes
terratenientes agrícolas y ganaderos, industriales, etc. Por otro lado, estaban
los proletarios.
No hay que tomárselo a broma.
Recuerdo que, cuando estudiaba la carrera, tuve una profesora que afirmaba que
en esa época se gestaron los odios que dieron lugar a las grandes matanzas de
la guerra civil española. La verdad es que, en ese momento, me pareció una
afirmación un tanto exagerada, pero, si se estudia detenidamente, se puede ver que
no le faltaba razón.
Hay que decir que, en aquella
época, a los grupos que, desde 1876, con motivo de la Restauración monárquica,
forman la oligarquía, ahora se añaden otros nuevos.
Entre los antiguos, podemos
destacar los especuladores, los terratenientes conservadores, la burguesía
industrial del País Vasco y Cataluña (que tenía ciertas ideas para modernizar
el país, pero sin renunciar a sus tradicionales monopolios) y la burguesía
comercial y financiera conectada a la de otros países. Aunque parezca mentira,
los que siempre han sido partidarios del libre comercio han sido los bodegueros
andaluces.
Entre los nuevos, podríamos
destacar a los banqueros del País Vasco, la nueva burguesía agraria de Castilla
y León, que se había aprovechado de la implantación de la red ferroviaria, la
burguesía de las huertas de Valencia y la de las minas de Cartagena.
Existía una pequeña clase media,
formada por intelectuales, funcionarios, militares, comerciantes y pequeños
industriales, que deseaban la modernización del país.
Al final de todos estaban los
campesinos y los obreros industriales. No hará falta decir que la mayoría de
los primeros eran analfabetos y solían estar a expensas de los caprichos de los
terratenientes. En cambio, los segundos solían estar mejor formados y tenían
conciencia de su clase social. Algo que les inculcaban los partidos y
sindicatos de izquierdas, pues muchos de ellos estaban afilia
dos a la UGT o a
la CNT. Depende de la zona de influencia de cada sindicato.
Más o menos, las zonas donde
predominaba la UGT eran Madrid, País Vasco, Castilla, Extremadura y Asturias.
La CNT dominaba en el campo andaluz y entre los obreros catalanes. También
había unos sindicatos fundados por la Iglesia Católica, pero apenas tenían
arraigo.
Por lo que se refiere a los
partidos tradicionales, carecían de una base popular. Llegaban al Gobierno a
base de conceder privilegios a los grupos más altos de la escala social y las
elecciones solían estar amañadas. Tanto es así que, en los diarios de cada
provincia, se publicaban los candidatos a los que tenían que votar, obligatoriamente,
los electores y sólo a esos pocos. Lo que se llamaba el encasillado.
Los tradicionales partidos de la
izquierda reformista ya no entusiasmaban a nadie y fue en este caldo de cultivo
donde progresaron el socialismo y el anarquismo.
Así que la crisis desatada en
1917 y el espejismo de la Revolución Rusa hizo que muchas miles de personas
corrieran a afiliarse a esos partidos y sindicatos.
Ciertamente, ya no tenía mucho
sentido aquella Constitución diseñada por Cánovas y Sagasta, que se apoyaba en
el turno entre sus dos partidos políticos, porque casi nadie creía ya en ellos.
Así que esta crisis trajo consigo
que saltaran todas las “costuras” que encorsetaban aquella sociedad y a partir
de entonces ya nada fue igual. Hasta que se abolió ese régimen el 14 de abril
de 1931.
Al que le parezca un poco
exagerado lo que digo, le puedo mencionar que, en 1917, los precios habían
subido una media nacional del 37,5%. Por el contrario, los salarios, habían
subido poco o, incluso, nada.
A finales de 1916, los
sindicatos, llamaron a la huelga general en todo el país. Como siempre, el
Gobierno, entonces presidido por Romanones, acudió a la Guardia Civil y al
Ejército, pero no tuvieron que intervenir, porque no hubo manifestaciones. Eso
sí, la inmensa mayoría de la gente secundó la huelga.
Sin embargo, en 1917, ya se
hablaba de realizar una huelga general indefinida y hasta de poner en marcha un
proceso revolucionario para desbancar a los partidos tradicionales del
Gobierno.
Incluso, parece ser que llegaron
a reunirse varias veces los dirigentes del PSOE y la UGT con los líderes de los
partidos reformistas, como Alejandro Lerroux o Melquiades Álvarez. La idea era
formar un comité que movilizase a la población para exigir unas Cortes
constituyentes.
Por lo visto, la mecha la
encendió la negativa de una compañía ferro viaria a subir el sueldo a sus
empleados, lo que desató la huelga general en todas las compañías ferroviarias
de España.
El Gobierno, que, desde abril de
1917, presidía García Prieto, tomó la decisión de enfrentarse a las masas
obreras. Dio unas instrucciones muy concretas a los gobiernos civiles y les informó
de que podrían contar con la ayuda del Ejército. Este gobierno sólo duró hasta
junio de ese año y a partir de ahí, tomó las riendas Eduardo Dato, que endureció
aún más la postura gubernamental.
Olvidaba mencionar que, antes que
ellos, Romanones tuvo que dimitir debido a que los partidos catalanistas
obstaculizaron su labor. Seguro que eso os suena de algo.
Curiosamente, parece ser que los
partidos y sindicatos de izquierdas consideraban que aún no era el momento para
el levantamiento, pero tuvieron que apoyar la huelga, decidida por sus bases,
para no perder afiliados. Incluso, les dieron instrucciones a sus partidarios
para no enfrentarse abiertamente con la fuerza pública.
Los partidos reformistas tampoco
estuvieron de acuerdo con esta huelga, pero tras una reunión con Melquiades
Álvarez, aceptaron colaborar en ella. Parece ser que Lerroux se escondió, como
de costumbre.
El 13 de agosto comenzó la huelga
general en toda España. La verdad es que tuvo mayor éxito de lo esperado. El país
quedó casi completamente paralizado.
El Gobierno respondió con una
ferocidad inusitada. Decretó el estado de guerra y sacó al Ejército a la calle.
En algunos sitios llegaron a utilizar las ametralladoras y la artillería para
atacar a los huelguistas. Así que se montaron barricadas, donde se produjeron
muchos heridos y muertos.
Especialmente, en las minas de
Río Tinto, todavía en manos británicas y situadas en la provincia de Huelva,
donde habían desplazado a un regimiento, la represión fue brutal. Mataron a 10
mineros, aunque el Gobierno sólo reconoció la muerte de 4. Aparte de 90
detenidos y 500 que echaron a la calle.
Al final, la huelga terminó el
día 20 de agosto en casi toda España, salvo en Asturias, que continuó hasta el
final de mes. Allí se prodigaron los tiroteos entre los mineros y las fuerzas
del Ejército. No se conocen las cifras de muertos y heridos.
Fueron detenidas unas 2.000 personas
en toda España. Sólo se salvaron de ser capturadas los que se echaron al monte
y los que optaron por el exilio.
A finales de septiembre tuvo
lugar el consejo de guerra contra los principales dirigentes de esta huelga.
Las condenas fueron desde la cadena perpetua, para 4 de ellos, hasta los 4
meses para los tipógrafos que imprimieron los carteles llamando a la huelga.
Posteriormente, en las elecciones
municipales de ese año, los condenados a cadena perpetua fueron los más votados
en sus municipios y luego también en las siguientes elecciones legislativas.
Así que el nuevo gobierno de concentración nacional, presidido por Maura, ante
las peticiones llegadas de toda España, no tuvo más remedio que amnistiarlos a
final de año.
Otros protagonistas de esta
crisis fueron los partidos catalanistas, que tomaron la iniciativa e invitaron
a reunirse con ellos a políticos de los partidos republicanos y socialistas.
En
suma, le pedían al Gobierno presidido por Eduardo Dato que le otorgaran una
autonomía, que también podría darse a otras regiones de España. En caso de no
aceptarlo, cosa que ocurrió, se convocaba a los parlamentarios a realizar una
reunión, llamándose a sí mismos los verdaderos representantes de la voluntad de
los españoles.
El Gobierno se negó a ello. No
obstante, el 19/07, a pesar del cerco policial sobre Barcelona, unas decenas de
parlamentarios consiguieron reunirse en el antiguo palacio del gobernador en la
Ciudadela, hoy Instituto Verdaguer.
Se pidieron unas Cortes
Constituyentes para poder solucionar los problemas políticos y económicos del
país. Sin embargo, esta asamblea fue interrumpida por el gobernador civil de
Barcelona que iba acompañado por agentes de la Policía y de la Guardia Civil y
les exigieron que se fueran. Cosa que hicieron sin oponer resistencia.
No obstante, los regionalistas,
que eran todos de derechas, se dieron cuenta de que no disponían del apoyo de
los partidos tradicionales. Así que no impulsaron mucho este movimiento, porque
ya tenía un cariz muy antimonárquico.
Así que, cuando empezó la huelga
general, los parlamentarios publicaron un manifiesto distanciándose de los
huelguistas. Ellos no apoyaban una revolución social, como pedían los
trabajadores, porque muchos de esos parlamentarios eran o representaban a los
empresarios. Además, los propios dirigentes sindicales reconocían haber perdido
su influencia sobre los huelguistas.
En octubre, se celebraron nuevas
reuniones de estos parlamentarios descontentos con el Gobierno. Sin embargo, en
noviembre, estos mismos parlamentarios catalanistas disconformes entraron a
formar parte de un Gobierno de concentración nacional, presidido por García
Prieto. Es más, obtuvieron como recompensa los ministerios de Hacienda e Instrucción
Pública.
Por el contrario, el resto de los
parlamentarios disconformes vieron esto como una traición, pero los
catalanistas les contestaron que había sido una forma de romper el turnismo en
el Gobierno y una forma de influir desde dentro del Gobierno. Realmente, fue
una forma de que los catalanistas acumularan mayor poder dentro del Estado.
No
les importó que, muchos de sus antiguos partidarios, les miraran con mala cara
en Cataluña.
El último protagonista de esta
historia es el Ejército. Cánovas lo había definido como “el más robusto sostén del
orden social y un invencible dique de las tentativas ilegales del
proletariado”. O sea, que lo pusieron al servicio, no de todo el pueblo, sino
de la oligarquía que dominaba el régimen salido de la Restauración.
Parece ser que, tras las derrotas
de 1898, el Ejército, recibió innumerables críticas, por parte de la prensa y
eso le obligó a encerrarse en sí mismo y separarse de la sociedad a la que, al
menos, teóricamente, debían de servir.
Su conservadurismo hizo que echaran
la culpa de sus problemas a los políticos, la prensa y los obreros. Una prueba
de eso fueron los repetidos asaltos de los militares a las redacciones de los
periódicos más críticos con ellos.
Esas presiones al Gobierno dieron
lugar, en 1906, a la aprobación de la Ley de Jurisdicciones, por la que los
militares podían procesar a todo el que se metiera con ellos.
Sin embargo, el exceso en la
plantilla de oficiales hizo que el Ejército no se modernizara, tal y como
hacían los de los países vecinos y aumentara la burocracia en los cuarteles. La
inmensa mayoría de su presupuesto se gastaba en pagar sueldos y no en
armamento, ni munición.
De esa manera, dado que los
militares estaban cada vez más descontentos por la forma en que les trataba el
Gobierno, se constituyeron las Juntas de Defensa e, increíblemente, fueron
legalizadas en el mes de junio de 1917, aunque existían desde muchos años antes.
Evidentemente, los militares, también acusaban el efecto que había provocado
esa fuerte inflación en sus salarios.
También había mucho descontento
entre los militares destinados en la Península y los destinados en África.
Estos últimos, solían tener una carrera más rápida, basada en los ascensos por méritos
de guerra. Así que el Gobierno pensó en realizar unos exámenes para justificar
los ascensos.
Sin embargo, unos los rechazaron, porque parecían hechos para
soldados rasos y los de Artillería e Ingenieros, porque siempre se habían
opuesto a otra forma de ascender, que no fuera mediante su antigüedad en el
escalafón.
Se formaron Juntas por armas y
cuerpos, estando la sede central en Barcelona, presidida por el coronel Benito
Márquez.
Evidentemente, esto de suprimir
los ascensos por méritos de guerra no gustó absolutamente nada a los militares
destinados en África.
Parece ser que los sucesivos
gobiernos habían tolerado las Juntas de los militares por la simpatía que mostraba
el rey hacia ellos. Sin embargo, en mayo de 1917, el nuevo ministro de la
Guerra, general Aguilera, exigió el cese inmediato de las mismas.
Contra todo pronóstico, cuando,
en mayo de 1917, los oficiales que formaban la Junta Central, con sede en
Barcelona, fueron requeridos, por el general Alfau, capitán general de Cataluña, a disolver su
organización, se negaron a hacerlo. Así que fueron detenidos y enviados a la
prisión militar de Montjuich.
Esto dio lugar a un movimiento de
solidaridad a nivel nacional. No sólo no se disolvieron las Juntas provinciales
de los militares, sino que se formaron nuevas Juntas en Correos, Hacienda,
Policía, Fomento, Instrucción Pública, etc.
Parece ser que la Junta confiaba
en tener al rey de su lado y hasta le llegaron a decir en una nota al monarca:
“adelantaos a hacer la revolución contra la oligarquía, con el apoyo del pueblo
y del Ejército”.
De esa forma, se alineaban con la asamblea de parlamentarios
para pedir unas nuevas Cortes Constituyentes.
De hecho, en varias ocasiones, a
causa de su presión, llegaron a conseguir el cese de algunos gobiernos.
Eso sí, enseguida se distanciaron
de las reivindicaciones proletarias, definiéndose como “movimiento profesional,
no revolucionario o subversivo, como el de la izquierda proletaria”.
No obstante, a primeros de junio,
se podía leer en el periódico El Socialista: “En España hay algo más que
mauristas y militares. Hay pueblo. Y este pueblo no tolerará, suceda lo que
suceda, que los asesinos de Ferrer y compañeros gobiernen”.
Así que el ambiente se calentaba
cada vez más. De hecho, el dirigente socialista Marcelino Domingo, que luego fue ministro, durante la
II República, escribía en uno de sus artículos unas
palabras dirigidas a los suboficiales y soldados: “Pronto se romperá la
disciplina en las calles a petición de vuestros hermanos. ¿Dispararéis contra
los humildes para proteger a las clases altas?”.
Todo eso llevó al Gobierno a
suspender las garantías constitucionales e implantar la censura en la prensa.
Por otro lado, la Asamblea de
Parlamentarios, intentó atraerse a las Juntas militares, diciendo que sus
intereses no iban por el separatismo, sino por la lucha contra las oligarquías
gobernantes. Igual que querían ellos. Sin embargo, los militares, no se fiaron
y no aceptaron unirse a ellos.
No obstante, cuando el 10 de
agosto empezó la huelga general y el Gobierno declaró el Estado de excepción,
el Ejército, a pesar de que las Juntas no estaban muy de acuerdo con reprimir a
la población, optaron por hacer lo mismo que habían hecho siempre. O sea,
apoyar a la oligarquía gobernante.
De hecho, se podía leer lo
siguiente en el periódico La Libertad: “Recuerde también la oficialidad del
Ejército que los lemas del movimiento subversivo del 1 de junio fueron:
“moralidad, justicia y libertad”. ¿Qué moral, qué justicia y qué libertad hay
en acuchillar a un pueblo inerme, defensor, con los brazos caídos, de la moral,
la justicia y la equidad?”
Esta actuación marcó mucho al
Ejército, así que, posteriormente, exigieron y consiguieron el cese del
Gobierno.
En noviembre, volvió a presidirlo
García Prieto y el nuevo ministro de la Guerra, Juan de la Cierva, se dedicó a
atemperar el ánimo de los militares, subiéndoles el sueldo, ascendiendo por
riguroso orden de antigüedad y tomando como ayudantes a los más manejables de
los que se encontraban en las Juntas.
De esa forma, fue creando divisiones
entre ellos a fin de descabezar ese movimiento.
Así que, poco a poco, el
Gobierno, se fue deshaciendo de los cabecillas de las Juntas. Por ejemplo, el
coronel Benito Márquez, fue llevado ante un Tribunal de honor y expulsado del
Ejército en 1918.
Por último, en aquella época, donde, cada vez que se cambiaba un gobierno, se realizaban elecciones generales, a fin de que lograra una mayoría suficiente para poder gobernar, hubo elecciones 3 años seguidos.
Así que, como dijo J. I. Luca de Tena, refiriéndose a Alfonso XIII: “…con excepciones notorias, como las de Canalejas, Maura y Dato, el monarca, era más inteligente que la mayoría de sus ministros”.
Parece que eso les asustó mucho, porque podría llegar una república, que les expulsara a todos del poder.
Así que el soberano tomó las funciones de secretario y se puso a escribir los nombres de los ministros que iba sugiriendo cada político. De esa forma, se logró un Gobierno presidido por Antonio Maura y con Dato como ministro de Estado, García Prieto en Gobernación, Romanones en Gracia y Justicia, Alba en Instrucción Pública, Cambó en Fomento, González Besada en Hacienda, el general Marina en Guerra y el almirante Pidal en Marina.
Desgraciadamente, este gobierno, que fue muy bien acogido por el pueblo y por las Cortes, no duró mucho tiempo, debido a las rencillas entre sus componentes. Cesó en marzo de 1922.
Tras él, vinieron dos gobiernos. Uno presidido por Sánchez Guerra y otro por García Prieto. Después, en 1923, la dictadura del general Primo de Rivera.
Detrás de él, la II República y luego la guerra civil. Eso no hará falta que lo cuente, porque ya lo debe de conocer todo el mundo.
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