Normalmente, cuando se acude a un
médico, se hace para que nos cure de alguna enfermedad. Para ello, es
fundamental que tengamos confianza en él. Es posible que más de uno, después de
leer este artículo, se replantee esa confianza.
En 1932, el Departamento de
Enfermedades Venéreas del Servicio
Nacional de Salud de los USA se planteó si
los medicamentos que existían en aquel momento para tratar la sífilis eran
adecuados para ello o demasiado tóxicos y podrían dar lugar a otras
enfermedades derivadas del uso de los mismos.
Así que, sin pensárselo dos
veces, decidieron realizar un programa en el Hospital de Tuskegee, en Alabama,
el cual sólo trataba a pacientes negros. Con lo cual, ya os vais imaginando por
dónde iba la cosa, porque la sífilis también afectaba de igual manera a los
blancos.
Ni que decir tiene que esta
investigación se pagó con fondos del Estado y la mayoría de los sanitarios que
participaron eran funcionarios del mismo.
Curiosamente, en un principio, sólo
estaba pensado que esta investigación durase unos 6 meses, pero luego decidieron
alargarla hasta que murieran todos los pacientes. Por eso duró nada menos que
40 años y eso fue porque salió a la luz, pues todavía quedaban pacientes con
vida.
Para realizar el estudio, se
eligieron a 400 hombres afectados por la sífilis y otros 200 perfectamente
sanos. Todos ellos de raza negra y residentes en el condado de Macon (Alabama).
Para empezar, hay que tener en
cuenta que, en 1932, la población de USA, estaba sumida en una profunda
depresión a causa de la famosa Crisis de 1929.
Así que no tuvieron muchos problemas
para seleccionar a sus víctimas a base de poner carteles en todas las esquinas,
donde se prometía curación para la “mala sangre”, tratamiento gratis, comida
caliente los días que acudieran a revisión y, en caso necesario, sepelio
gratis. Incluso, animaban a que acudieran los pacientes con sus familias.
Realmente, la idea de esos
médicos no era tratar la sífilis de esos enfermos, sino estudiar el
progreso de
la misma. Sin importarles en absoluto que esos pacientes murieran a causa de
ella. De vez en cuando, les inyectaban un placebo para que pareciera que les
estaban tratando su enfermedad.
Es más, a partir de los años 40, los
médicos tuvieron un gran aliado con el descubrimiento de la penicilina. Sin
embargo, no se les suministró a este grupo de pacientes y ni siquiera se les
informó acerca de la enfermedad que tenían.
Por supuesto, ni se molestaron en
pedirles permiso para experimentar con ellos. Quizás, por eso mismo, tuvieron
buen cuidado en elegir pacientes que fueran analfabetos.
Sin embargo, les habían prometido
que les iban a curar y, como ya dije, en caso de fallecimiento, les iban a pagar todos los gastos del
entierro. Eso sí, estaban obligados a aceptar que, tras su muerte, les harían
una autopsia.
Además, para asegurarse de que no
acudieran a otros médicos, les dijeron que, en el caso de que lo hicieran,
ellos dejarían de realizarles su “tratamiento” gratuito.
No sé si contrataron a Eunice
Rivers, una enfermera local de raza negra, para que los pacientes acudieran más
confiadamente a recibir su “tratamiento”. De hecho, fue la persona que más años
estuvo trabajando en este cruel experimento. Parece ser que su presencia y sus
palabras sirvieron para convencer a
muchos pacientes sobre la bondad del tratamiento. De hecho, era una persona de
ese lugar y todos se fiaron de ella, porque siempre les había curado.
Además, fue una de las primeras
personas de color, que trabajaron en el Servicio Nacional de Salud y fue
premiada por su departamento con las más altas condecoraciones por su empeño en
esta larga investigación.
Incluso, se dice que, en una ocasión,
fue a hablar con un médico privado, al que había acudido uno de los pacientes, para
hablar con él y convencerle de que no tratara al enfermo, porque, según dijo,
ya lo estaban haciendo ellos.
Como suele ocurrir en estos
casos, cuando los descubrieron, muchos de ellos se defendieron con esa manida
excusa de que se limitaban a cumplir órdenes.
Curiosamente, es lo mismo que
dijeron los guardianes de los campos de exterminio nazis o los militares que
mataron a miles de personas, durante las dictaduras militares, que sufrieron
varios países de Sudamérica.
Paradójicamente, en esa misma época, varios vecinos de esa localidad, también de color, se hicieron famosos, pues estaban defendiendo a USA, como pilotos, en la II Guerra Mundial
En 1943, el Congreso de USA,
aprobó la llamada Ley Henderson, por la se habilitaron fondos para tratar a los
enfermos de sífilis con penicilina.
A pesar de ello, los médicos de
este experimento se la siguieron negando a sus pacientes. Incluso, les hicieron
algunas pruebas dolorosas, como la punción lumbar, argumentando que eran nuevos
tratamientos.
En 1964, la Organización Mundial
de la Salud, exigió que en los experimentos con seres humanos, se pidiera un consentimiento
expreso y firmado, por parte de los pacientes. Sin embargo, estos médicos
pasaron del tema y siguieron a los suyo. Como si la cosa no les afectara.
Lo más curioso de este asunto es
que no tenía casi nada de secreto, porque, estos médicos, publicaron un montón
de artículos, a lo largo de los muchos años que duró este experimento.
Incluso, al entrar USA en la II
Guerra Mundial, unos 250 de esos
pacientes fueron llamados para alistarse en el Ejército. Naturalmente, los
médicos militares comprobaron que padecían sífilis y fueron declarados
inútiles. No obstante, los médicos del experimento siguieron sin
proporcionarles medicamentos a pesar de que ya existía una campaña nacional, en
ese país, para la erradicación de esa enfermedad.
En 1966, Peter Buxtun, un
investigador de origen checo, del servicio nacional de salud, que se dedicaba al estudio de las enfermedades venéreas, envió un escrito a sus
superiores, donde dudaba de la moralidad de esa investigación. Sin embargo, le
contestaron que estaban esperando que murieran todos esos pacientes a fin de
hacerles las autopsias para completar ese estudio.
Siguió protestando durante varios
años y como nadie le estaba haciendo caso, Buxtun, se decidió por acudir a la prensa.
Concretamente, a la famosa agencia de noticias Associated Press.
Así, en julio de 1972, el
Washington Star, publicó un artículo sobre este tema y al día siguiente saltó
nada menos que a la portada del New York Times.
En aquella época, gobernaba en
USA el republicano Nixon. Así que los demócratas, encabezados por Edward
Kennedy, llevaron este asunto al Congreso. Hicieron que compareciera Buxtun,
crearon una comisión exclusivamente para este tema y se montó tal escándalo a
nivel nacional que se prohibió seguir con este cruel estudio.
También se compensó
económicamente a los supervivientes y a los familiares que habían resultado contagiados
y se les dio un tratamiento médico gratuito. En ese momento, ya sólo quedaban
74 pacientes vivos. Con respecto a los demás, 28 habían muerto de sífilis y
otros 100 de las complicaciones producidas por esa enfermedad. También 40
esposas fueron contagiadas por sus maridos y 19 niños ya nacieron con esa
enfermedad.
En 1974, todo este tema dio lugar
a la promulgación de la Ley Nacional de Investigación, que controla y regula la
investigación con personas.
Uno de los médicos que
intervinieron en este escándalo dijo de una manera muy cínica: “La situación de
esos hombres no justifica el debate ético. Ellos eran sujetos, no pacientes;
eran material clínico, no personas enfermas”.
En 1997, el presidente Bill
Clinton, se reunió con 5 de los supervivientes de este escándalo y les pidió oficialmente
disculpas diciendo que: “No se puede deshacer lo que está hecho, pero podemos acabar con el silencio. Podemos dejar
de mirar hacia otro lado, miraros a los
ojos y, finalmente, decir, de parte del pueblo americano, que lo que hizo el
Gobierno estadounidense fue vergonzoso y que lo siento”.
Lo más increíble de este asunto
es que no he visto que a los responsables de esta aberrante investigación les
hubiera ocurrido absolutamente nada. Ni siquiera se les vio que se
arrepintieran por lo que hicieron. Muchos de ellos afirmaban haber hecho eso “para
la gloria de la Ciencia”.
Curiosamente, en la posguerra,
los jueces de USA fueron los que más sentenciaron a los infames médicos nazis a
la pena de muerte y casi todos acabaron en la horca. De hecho, algunos
periodistas le preguntaron a uno de los directores de esa investigación si no
veía un parecido con lo que habían hecho los médicos nazis y, sin inmutarse, lo
negó.
Sin embargo, cuando detuvieron a
los científicos japoneses, que habían hecho lo mismo con prisioneros de guerra,
incluidos los de USA, se los llevaron a su territorio, para que les enseñaran
sus experimentos y les dieron inmunidad absoluta.
Todavía en 2008, un sacerdote
negro fue preguntado si de verdad pensaba que el Gobierno USA podría haber creado
el virus del SIDA y él respondió que “es capaz de cualquier cosa”. No me
extraña a la vista de lo que ocurrió en Tuskegee.
Así que no es de extrañar que se
propagara tan rápidamente el SIDA, ya que los pacientes negros se negaban a ir
al médico, por si acaso.
En 2010, se supo que, durante los
años 40, otros médicos de USA habían
inyectado una serie de enfermedades venéreas a unos pacientes en Guatemala. Sin
decirles nada, claro está. Esta vez, la
que pidió perdón por ello fue Hillary Clinton, entonces Secretaria de Estado de
USA.
Como ya dije al principio, cuando
uno acude a un médico, aparte de estar enfermo, es porque se fía de él. Aquí ocurrió
que muchos pacientes, sobre todo, los de raza negra, dejaron de acudir a los
servicios sanitarios por temor a que les ocurriera lo mismo. La verdad es que
no me extraña en absoluto.
El
Dr. John Heller, uno de los varios directores que tuvo esta inv estigación alcanzó una gran
fama, siendo elegido presidente de la Asociación USA de Enfermedades
Venéreas. Casualmente, Heller, es un apellido de origen alemán. Significa "brillante".
Incluso, entre 1948 y 1960 fue
director del Instituto Nacional del Cáncer y consiguió una gran cantidad de
fondos estatales para ese organismo.
Desde ese puesto, consiguió que
el Gobierno realizara una campaña para disminuir el consumo del tabaco a fin de
reducir los casos de cáncer producidos por el mismo.
Precisamente, en 1989, cuando
murió, se publicó en el New York Times, un obituario glosando sus grandes logros
científicos. Por supuesto, no mencionaron en absoluto lo que había hecho en
Tuskegee.
Yo siempre había pensado que
España era el único país donde sólo hablan bien de ti cuando te mueres, pero
ahora he visto que en USA pasa lo mismo.
Curiosamente, la periodista de
Associated Press con la que habló el Dr. Buxtun para denunciar esta cruel
investigación, se llamaba Jean Heller, aunque no parece que tuviera ningún parentesco
con el médico que he citado anteriormente.