miércoles, 21 de marzo de 2018

LA REINA CRISTINA DE SUECIA


Hoy voy a hablar sobre uno de esos curiosos personajes que aparecen de vez en cuando en la Historia. Se trata de una mujer que siempre consiguió hacer lo que le dio la gana en un mundo donde sólo los hombres solían llevar la voz cantante. Me refiero nada menos que al siglo XVII.
Nuestro personaje de hoy es  la reina Cristina de Suecia. Nació en 1626 en el castillo real de Estocolmo. Sus padres fueron el rey Gustavo II Adolfo de Suecia y María Leonor de Brandeburgo.
Pertenecía a la dinastía de los Vasa, que llevaba unos 100 años en el trono de Suecia, tras haber vencido y expulsado a los daneses.
Curiosamente, tanto su madre como su abuela paterna eran alemanas. Así que su familia siempre tuvo vínculos con el norte de Alemania y se expresaba indistintamente en sueco o en alemán.
Parece ser que su madre estaba empeñada en darle a su marido un varón, como heredero al trono, pero nunca lo consiguió, porque, lamentablemente, sufrió varios abortos.
No sé si la razón para este empeño pudiera estar en que el rey también tuvo una amante holandesa, que le dio un varón y que nació 10 años antes que Cristina. Siendo reconocido por el rey y recibiendo, por ello, varios títulos nobiliarios.
No obstante, aunque parezca mentira, el nacimiento de Cristina contentó más a su padre que a su propia madre, con la que nunca se llevó muy bien. Incluso, hay quien dice que intentó matarla en un par de ocasiones.
En una de ellas, una doncella, que había venido desde Alemania con la reina, se dejó caer a la niña. No le causó un daño importante. Sin embargo, le produjo una lesión en un hombro, que le duró toda la vida.
En un alarde de previsión, su padre, consiguió que los consejeros del reino votaran a favor de Cristina, como sucesora en el trono, cuando ésta sólo tenía un año. No obstante, estaba previsto que, si en el futuro llegaba a nacer un varón, le darían prioridad a éste en el orden sucesorio.
Parece ser que el rey era un hombre muy valiente, pero nunca fue un buen estratega. Fue seducido por las tramas del cardenal Richelieu para que Suecia entrara en la famosa Guerra de los Treinta Años y así no tener que combatir, de momento, Francia, que todavía no tenía un Ejército tan importante como el de España. A pesar de lo que se diga en la novela “Los tres mosqueteros”.
Curiosamente, aunque Francia era un país católico y su primer ministro era un cardenal, siempre apoyó al bando protestante. Bajo cuyo mando pusieron al rey de Suecia.
De esa forma, Suecia, entró en 1629 en esa guerra, la cual había comenzado en 1618 y ya se había convertido en una gran guerra a nivel europeo.
Al principio, no le fue demasiado mal, pero en 1632, el propio monarca sueco murió en la batalla de Lützen. De ese modo, Cristina, se convirtió en la nueva reina de Suecia, sin haber cumplido los 6 años.
El rey había nombrado a su canciller como tutor de la niña. La pequeña, en un principio, vivió con una tía suya, hermana de su difunto padre, hasta el fallecimiento de ésta. Luego, vivió un tiempo con su madre y, posteriormente, con una hermana del canciller.

Parece ser que su madre quedó muy afectada por la muerte de su padre. Durante un año, se negó a que fuera enterrado y ordenó que le extirparan el corazón al cadáver y lo introdujeran en un recipiente de cristal, que colocó en su dormitorio.
Esto no era del todo extraño, pues ya habían existido otros miembros de su familia que también habían sufrido problemas mentales.
Así que el canciller tomó las medidas oportunas para que la niña fuera apartada de su madre y a ésta la envió a vivir a un castillo lejos de Estocolmo.
Aun así, su madre se puso en contacto con los daneses y consiguió escapar de Suecia al país de sus tradicionales enemigos, Dinamarca. Posteriormente, de allí se fue a residir a su Prusia natal. Lógicamente, esto no hizo ninguna gracia a los suecos y la acusaron de traición, porque Prusia también se había convertido en enemiga de Suecia.
A pesar de ser una niña, la dieron la formación propia de un príncipe. Por un lado, el obispo Gothus, se hizo cargo de su educación en lo tocante a los estudios de Filosofía, Historia, Matemáticas, etc. Por otro, se le dio una auténtica formación militar. Lo que incluye hípica, esgrima y uso de armas de fuego. Parece ser que en lo que más destacó fue en el estudio de los idiomas. Cada año, un comité de expertos comprobaba sus conocimientos para ver si podría ser una digna reina de Suecia.
Ciertamente, nunca fue muy agraciada físicamente. Además, siempre fue una mujer baja y corpulenta en un país donde la mayoría de la gente suele ser más bien alta.
Siempre fue una enamorada de la cultura, lo cual le llevó a contactar con grandes personajes de su época, como el filósofo francés Descartes. Se puede decir que era una auténtica devoradora de libros. Incluso, en 1645, impulsó la fundación del primer periódico sueco.
Sin embargo, nunca le gustaron las joyas ni los encajes. En muchas ocasiones, se le vio vistiendo pantalones. Algo extraordinario para una mujer en esa época.

Paulatinamente, fue asistiendo a las reuniones del Consejo del Reino, donde fue tomándole el gusto a la política interior y exterior. A los 18 años, llegó a su mayoría de edad y fue asumiendo su papel como nueva reina de Suecia.
Afortunadamente, en 1648, terminó la Guerra de los Treinta Años, de donde Suecia salió como una nueva potencia europea a tener en cuenta por el resto de los países del continente.
En 1650, fue coronada como reina de Suecia en Estocolmo. Curiosamente, en esa época, Finlandia, era una parte del reino de Suecia.
Casualmente, como en aquel momento, Prusia, ya no era enemiga de Suecia y su madre pudo asistir a la ceremonia de la coronación de su hija. Aprovechando esa visita, volvió a residir de nuevo allí y se fue a vivir a un castillo cedido por el Gobierno sueco.
Siguiendo la costumbre del país, en la misma ceremonia, la reina nombró a su primo Carlos Gustavo como sucesor al trono, con el que se había criado, mientras estuvo viviendo con sus tíos. Como buena amante de la cultura, adoptó para su reinado el lema  “La sabiduría es el pilar del reino”.
De esa forma, atrajo a varios conocidos intelectuales, como el propio Descartes, al que sólo conocía a través del correo y que ahora fue invitado a residir en su palacio.
Desgraciadamente, al pobre filósofo, que sólo tenía 53 años y que se había resistido a viajar hasta ese lejano país, le sentó muy mal el clima de Suecia y murió allí sólo 3 meses después de haber llegado, a causa de una neumonía. No es de extrañar, porque la reina le obligaba a que le diera sus clases a partir de las 5 de la mañana.
No obstante, hacia 1980, un escritor halló en la Universidad de Leiden una carta escrita por el médico holandés, que había atendido al célebre filósofo. Entre los síntomas que vio en el enfermo (náuseas, vómitos y escalofríos) no se correspondían con los habituales de una neumonía. Por lo que se sospecha que, posiblemente, fuera envenenado con arsénico. Lo que no sabemos es quién tendría interés en matar al famoso filósofo francés.
Parece ser que, ya en aquella época, hubo muchos rumores en Suecia acerca de su muerte. Hay quien dice que, como ella estaba dando muestras de que querer pasarse al catolicismo, alguien envió al filósofo para formarle en esa religión. Algo ilegal e imperdonable en la protestante Suecia. Hace ya unos años, dediqué otro de mis artículos a este personaje.
Cristina también fue una de las mayores coleccionistas de obras de arte de su época. En cierta ocasión, regaló a Felipe IV de España una de sus obras más queridas, “Adán y Eva”, de Alberto Durero, la cual, en la actualidad, se puede contemplar expuesta en el Museo del Prado, en Madrid.
La reina convirtió a su frío país en uno de los focos culturales más interesantes de su época. Incluso, patrocinó compañías de ballet y de teatro. Incluso, se la vio actuando en una de las representaciones teatrales. Alguien la denominó “la Minerva del Norte”.
Algunos comentan que comenzó su colección de obras de arte con pinturas y esculturas traídas por sus tropas, tras haber saqueado, durante la guerra, la ciudad de Praga.
Hay quien dice que los embajadores de Francia y España actuaron como consejeros de la reina a la hora de influir en su entrada en la religión católica.
Incluso, en el caso del embajador español, Antonio Pimentel de Prado, que, en la célebre película sobre la vida de esta reina, protagonizada en 1933 por Greta Garbo, nos da la idea de que hubo un cierto amorío entre dos personas jóvenes. Lo cierto es que no fue así, porque el embajador ya andaba por los 50 años, mientras que la reina estaba por la veintena.
Parece ser que Felipe IV envió a su embajador a Estocolmo para que comprobase el poder militar de Suecia y si la reina Cristina iba a casarse con algún personaje importante de un país enemigo de España. En ese caso, habría que ir tomando medidas para corregir el equilibrio de fuerzas en Europa. No obstante, el monarca español pretendía tener buenas relaciones diplomáticas con Suecia.
Según parece, se hicieron buenos amigos, porque ella ya había pensado en abdicar y, para ello, buscaba el apoyo de las monarquías más importantes del momento. O sea, España y Francia.
De hecho, se sabe que la reina y el embajador español mantenían reuniones a puerta cerrada y eso hizo que pensaran que eran amantes. Sin embargo, estaban organizando su abdicación y su conversión a la fe católica.
A partir de 1647, se multiplicaron las presiones del Consejo del Reino a fin de que la reina decidiera casarse cuanto antes para traer un sucesor al reino.
Dos años después, les comunicó que no pensaba casarse y tampoco les iba a dar explicaciones del por qué había tomado esa decisión.
En 1653, cuando nuestro embajador regresó a España, entre su equipaje, traía un regalo de la reina Cristina para Felipe IV. Se trataba de un retrato de la reina a caballo, el cual, hoy en día, se puede ver expuesto en el Museo del Prado.
En 1654, ya directamente, comunicó al Consejo del Reino, su decisión de abdicar al trono de Suecia. También sin aportar ningún tipo de explicación. Lo cual era doblemente extraordinario.
En junio de 1654, durante una emotiva ceremonia en el castillo de Upsala, la reina se desprendió de sus atributos reales y se los dio a su sucesor, su primo, que reinaría bajo el nombre de Carlos X Gustavo. Por último, se fue despidiendo de sus consejeros y de los nobles del reino. Así como de sus damas de la Corte y de su madre, que seguía residiendo en su remoto castillo.
Se acordó otorgarle una generosa pensión, la cual cobraría hasta su muerte. Así que se marchó de Suecia, embarcando hacia Hamburgo, para luego continuar su viaje hasta Flandes.
Lógicamente, unos años antes, había ido sacando su patrimonio personal de su país para que no le fuera incautado.
En ese territorio, que, por entonces, pertenecía a la Corona española, fue donde abjuró de su fe protestante para convertirse a la religión católica. Eso fue en la Nochebuena de 1654.
En Suecia dejó a su canciller, que entró en una profunda depresión, la cual le llevó, sólo unos meses después, a la muerte. También el obispo que la había educado fue culpado de su abdicación y optó por recluirse en un antiguo monasterio hasta su muerte.
En octubre de 1655, Cristina, se fue de viaje hacia Roma. Un mes más tarde, el Papa, informó a las demás cortes europeas sobre la conversión de Cristina a la fe católica. Parece ser que la verdadera razón de Cristina para tomar su decisión de abdicar, estuvo en que ella quería convertirse al catolicismo. Sin embargo, la práctica de esa religión era ilegal en Suecia.  Supongo que no quiso presionar para no provocar una guerra civil en su país. Como las que hubo en Francia.
Naturalmente, esto causó una gran conmoción en Suecia. Precisamente, el padre de Cristina había sido uno de los grandes líderes de la causa protestante.
Hasta el mismo Calderón de la Barca se inspiró en este acontecimiento para escribir un auto sacramental titulado “La protestación de la fe”.
Evidentemente, el Papa Alejandro VII, no perdió la ocasión para celebrarlo por todo lo alto. Ordenó que en todas las ciudades por las que pasara la antigua reina, se le rindieran honores como si todavía estuviera en el trono. Así, se ordenó que sonaran las campanas y que los cañones dispararan las protocolarias salvas.
A mediados de diciembre de 1655, Cristina, hizo su entrada triunfal en Roma, montada sobre un caballo blanco y seguida por una amplia comitiva. Uno de los que la acompañaron fue Antonio Pimentel de Prado, el cual había estado también presente, el año anterior, en el bautizo de esta monarca.
Acudieron a su encuentro el propio Papa, junto con todos los cardenales. Celebrando su llegada por todo lo alto.
En Roma decidió organizar otra corte y se propuso aumentar su colección de obras de arte, aunque ya no tenía los amplios recursos de que disponía cuando era reina de su país.
Volvió en alguna ocasión a Suecia, como en 1660, tras producirse la muerte de su primo y sucesor en el cargo.
De vuelta a Roma, hizo aumentar las actividades culturales de la capital. Incluso, organizó una academia literaria y hasta apoyó excavaciones arqueológicas.
Algunas estatuas de su colección, halladas en el palacio de Adriano, en Tívoli, fueron adquiridas por Felipe V de España y también están  ahora expuestas en el Museo del Prado.
Parece ser que, en Suecia, nunca fue muy popular, cuando era reina, ya que solía gastar grandes sumas para compras obras de arte y, para ello, el Gobierno, tenía que aumentar los impuestos. Así que muchos suecos se alegraron cuando oyeron la noticia de su abdicación.
También tuvo siempre un espíritu muy tolerante, en lo tocante a la libertad religiosa y se opuso firmemente a toda persecución de ese tipo, como las llevadas contra los judíos o contra los hugonotes franceses.
Su estancia en Roma sufrió altibajos, debido a que en muy pocos años se sucedieron varios Papas y con unos tuvo mejores relaciones que con otros.
No hay que olvidar que era alguien con un carácter demasiado independiente y eso no gustaba mucho a la Iglesia de aquel momento.
Aparte de que hubo un Papa que ordenó clausurar algo muy querido para Cristina, los locales donde se representaban obras teatrales. Algunos de los cuales habían sido patrocinados por ella.
Incluso, se ahondaron estas diferencias, cuando hizo amistad con algunos teólogos, que luego fueron perseguidos por la Inquisición a causa de sus ideas religiosas. Es posible que, por esa razón, ya no gozara, como al principio, de la protección de Felipe IV de España.
A partir de 1689, comenzó a sentirse mal y redactó su testamento. Incluso, escribió al Papa Inocencio XI, para pedirle que le perdonara a pesar de las discusiones que habían tenido. Lo cual hizo el Pontífice, que también se hallaba enfermo.
Tras su muerte, ocurrida el 14 de abril de ese año, no se respetó su voluntad de ser enterrada de una manera humilde en el célebre Panteón de Roma.
Al contrario, sus restos fueron velados en su palacio, por donde pasaron miles de visitantes. Más tarde, su cadáver fue llevado a la Basílica de San Pedro, donde se le dio sepultura.
Incluso, posteriormente, se le encargó a Fontana la realización de un lujoso monumento funerario, que se instaló en el interior del citado templo.
Es preciso aclarar que sólo hay tres mujeres enterradas en la Basílica de San Pedro. Una es Matilde de Canossa, otra María Clementina Sobieska y la otra es Cristina de Suecia. A la primera de ellas, ya le dediqué hace tiempo otro de mis artículos.
Realmente, no sé si a los suecos les pareció más imperdonable que abdicara, que se convirtiera o que se fuera con su patrimonio a otro país. Precisamente, a la capital del Catolicismo.

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