A lo mejor, a alguno le ha
parecido sorprendente el título de mi artículo, sin embargo, es totalmente correcto,
porque nuestro personaje no fue condenado por la Inquisición, al haber sido
suprimida unos años antes.
Como ya he dicho en un artículo anterior,
Napoleón suprimió la Inquisición española en 1808. Aunque parezca mentira, los diputados
que aprobaron la Constitución de Cádiz tardaron algo más, pues la suprimieron
en 1813.
Al regresar Fernando VII a
España, una de las primeras cosas que hizo en 1814, fue restaurarla. No obstante,
el mismo rey tuvo que suprimirla en 1820, obligado por los liberales que habían
tomado el poder, tras el pronunciamiento del general Riego. A partir de ese
momento, no volvió nunca más a reestablecerse.
En 1823, tuvo lugar en España la
invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis. Un grupo compuesto, en su mayoría, por
tropas francesas, que vinieron a devolver los poderes absolutistas a Fernando
VII, por encargo del grupo de países que formaban la Santa Alianza.
No obstante, como la Inquisición
era un organismo muy mal visto a nivel internacional, Fernando VII, no se
atrevió a reestablecerla. Incluso, a los miembros de la Santa Alianza, a pesar
de que eran muy conservadores, tampoco les gustó nunca esa institución.
Así que, como muchos clérigos la
echaban en falta, por predominar entre ellos las ideas más rancias y
conservadoras, en algunos lugares se apresuraron a formar las llamadas Juntas
de Fe.
Esto era otra forma de llamar a
la Inquisición, con la diferencia de que funcionaban no a un nivel nacional,
sino a otro mucho más reducido.
Llevados por un espíritu
sumamente intolerante, sus principios fueron “la defensa del altar y del trono,
el mantenimiento de la unidad religiosa de este país y la salvaguardia de los
valores más tradicionales”.
En algunos sitios, como en
Barcelona, ciertos canónigos comenzaron a fundar estas Juntas, pero fueron
denunciados por las tropas invasoras,
con lo que tuvieron que suprimirlas, por haber “levantado demasiado la liebre”.
En otros casos, como en Valencia,
se hizo lo mismo en 1824, pero de una manera más sigilosa y, según parece, no
se dieron cuenta.
El fundador fue el canónigo de la
catedral de Valencia, José María Despujol, que gobernaba esa sede, al
encontrarse, por entonces vacante. Este clérigo había pertenecido a la extinta
Inquisición y tenía muy claro que había que ponerla de nuevo en marcha.
Poco después, su decisión fue
apoyada tanto por el nuevo arzobispo de Valencia, como por el mismo Nuncio del
Vaticano. Incluso, recibió, indirectamente, apoyos del capitán general y hasta
del corregidor de Valencia.
Así, con todos estos apoyos, la
Junta de Valencia, creció como la mala hierba y no tuvo problemas para procesar
a todo el que quiso. Las víctimas más célebres de este tribunal fueron Mariano
Cabrerizo, que sólo sufrió pena de cárcel, y, nuestro personaje, el maestro
Cayetano Ripoll, que fue ahorcado en público, tras un proceso de todo punto
ilegal, por no estar reconocido este tribunal por el Gobierno de España.
También es cierto que contaron
con la complicidad de mucha gente en esa zona. Para poder denunciar a las
posibles víctimas impunemente, se crearon las sociedades secretas de “Eliana” y
“El ángel exterminador”, que decían de Fernando VII que era demasiado progresista.
Las personas que fueron colocadas
a la cabeza de esta Junta, en Valencia, aparte del arzobispo, Simón López, fueron el doctor Miguel Torezano, el fiscal
Juan Bautista Falcó y el
secretario, José Royo.
En otros sitios, como Tarragona u
Orihuela, se intentaron crear Juntas por el estilo, pero fracasaron al oponerse
a ellas las autoridades gubernamentales y exigirles que fueran suprimidas sobre
la marcha.
No obstante, aunque el Gobierno, presidido
por Calomarde, no permitió que se
formaran nuevas Juntas, en el caso de la de Valencia miró hacia otro lado y no
se quiso dar por enterado de su existencia, a pesar de que nunca se escondieron
para ejecutar sus sentencias.
Aun así, la mayoría de los
obispos, intentaron censurar muchos libros y emitieron sentencias sobre causas
de fe. Las cuales podían ser recurridas ante el Tribunal de la Rota,
según una
ley promulgada por el rey en 1830.
Estas Juntas continuaron con su
labor hasta 1835, año en que fueron prohibidas por un Decreto de la reina
regente María Cristina, considerando que estaban haciendo lo mismo que la
abolida Inquisición.
Cayetano Antonio Ripoll Pla, que
es nuestro personaje de hoy, nació en 1778, en la localidad de Solsona (Lérida).
Se sabe que estudió en el colegio
de los Escolapios de esa ciudad y que, al terminar sus estudios, se dedicó al
comercio.
Como muchos miles de
españoles, luchó contra los franceses, durante la Guerra de la Independencia,
llegando a oficial de Infantería, pero
fue cogido prisionero, en 1810, y enviado a Francia.
En el vecino país, se relacionó
con gentes de otras religiones, como algunos cuáqueros, con los que entabló amistad,
y eso le sirvió para ampliar su mente. Allí abrazó una serie de ideas propias
de la Ilustración, como el deísmo. El cual, era una forma de creer en Dios,
pero sin seguir los ritos de ninguna religión.
Tras la guerra, regresó a una España
llena de analfabetos, que era lo que siempre le había interesado y le sigue interesando, al poder
establecido.
Consiguió un puesto de maestro de
escuela en una pedanía cercana a Valencia, llamada Ruzafa. Para ello, necesitó
el plácet de la Iglesia y lo obtuvo.
A pesar de no meterse nunca con
nadie, llamó la atención de ciertos hortelanos que este maestro no hiciera lo
mismo que los demás, o sea, comportarse de acuerdo con las normas de la Iglesia
católica y, por ello, lo denunciaron al arzobispado. Algunos llegan a afirmar
que las denunciantes fueron varias madres de alumnos.
Fue detenido en 1824 y permaneció
encerrado durante 2 años en una antigua cárcel inquisitorial de Valencia, donde
fue visitado continuamente por teólogos, para que cambiara de actitud. Esta se
llamaba de Sant Narcís y se hallaba muy cerca de las actuales Corts
Valencianas.
Por supuesto, huelga decir que su
puesto como maestro en Ruzafa, desde entonces, lo ocupó un cura, como deseaban
los hortelanos.
El presidente de esta Junta de
Fe, antiguo inquisidor, envió un informe al arzobispo, donde afirmaba que el
preso no creía en ninguno de los dogmas religiosos, ni en los Evangelios, ni en
la infalibilidad del Papa y aconsejaba a los niños que no hicieran, continuamente, la señal de la cruz,
aparte de indicarles que no era necesario ir diariamente a misa para obtener la Salvación.
Parece ser que uno de sus “graves
delitos” fue decirles a los niños que, en lugar de utilizar la frase “Ave María”,
al entrar en la clase, usaran la de “alabado sea Dios”.
Otros de sus “graves delitos”
fueron los de no acudir nunca a misa, no salir a la puerta de su casa, para
rendir pleitesía a las procesiones y comer carne el día del Viernes Santo.
Por todo ello, como si continuara
existiendo la Inquisición, el Tribunal de la Junta de la Fe, lo condenó a muerte
por hereje contumaz y lo entregó, para su ejecución, a la Justicia ordinaria.
Por supuesto, no se olvidaron de incautarle sus bienes.
Tampoco hay que olvidar que nunca
tuvo un abogado que le defendiera y nunca conoció los cargos que había contra
él. Algo muy habitual en la forma de proceder de la Inquisición española.
Lo curioso es que la Audiencia de
Valencia, actuando de manera claramente ilegal, aceptó la condena y ejecutó esa
sentencia, totalmente ilegal, el 31/07/1826. Algo absolutamente descabellado,
porque, ni siquiera enviaron la sentencia de muerte al rey para que la
ratificase, como era preceptivo legalmente en todas las causas con tribunales
ordinarios. Ni siquiera intervino en esta causa el fiscal de su Majestad,
Calabuig.
Me ha llamado mucho la atención
sobre la actitud de la Audiencia de Valencia en este caso. La explicación puede
estar en que, en ese momento, su presidente era Francisco Javier Borrull y
Vilanova, catedrático de Derecho Civil en la Universidad de Valencia. Éste
había empezado su carrera siendo Secretario del Secreto del Santo Oficio. Más tarde,
fue diputado en las Cortes de Cádiz, donde, en 1810, defendió que la
Inquisición era perfectamente compatible con la Constitución de Cádiz.
Sobre este tema, pronunció en
1813 un discurso, el cual se publicó en
Apéndice al Procurador General de la Nación y del Rey, número 4, editado el
18/02/1813.
Otro elemento de cuidado, que
pertenecía a esa Audiencia era Josep Antoni Sombiela i Mestre, que tenía las
mismas ideas, acerca de la Inquisición, que el anterior, aunque murió en 1825.
Incluso, se permitieron darle
todo tipo de publicidad, pues hicieron que el reo recorriera toda la ciudad, a
lomos de un burro, desde la cárcel de Sant Narcís, las calles Serranos y
Cavallers, la plaza del Tossal y la calle Bolsería, hasta finalizar en la plaza
del Mercado, donde fue insultado por multitud de vecinos.
Parece ser que una de las últimas
cosas que dijo fue: “No creo más que en la existencia de un Ser Supremo. Que se
cumpla la sentencia”. También: “Muero reconciliado con Dios y con los hombres”.
Tras su ahorcamiento público, a
los 48 años, su cadáver fue metido en un tonel, con llamas pintadas en su cara
exterior, lanzado al Turia, apedreado
por la multitud y llevado a enterrar a un lugar en el exterior del cementerio. Según
dicen algunos, su cuerpo fue inhumado justo enfrente de la puerta y sin ninguna
señal.
Otras versiones indican que la
cuba, con el cadáver en su interior, fue llevado al antiguo quemadero de la Inquisición,
cercano al puente de San José, en Valencia y sus cenizas esparcidas por el
campo. A mí me parece que tiene más sentido esta explicación, conociendo los
métodos habituales de los inquisidores.
Lo curioso es que los
inquisidores, unos meses antes de su ejecución, se encontraron con una
importante traba. No encontraban por ninguna parte su partida de bautismo. Así que,
si no era católico, ellos no podrían condenarle. Lamentablemente, el documento
apareció y pudieron seguir adelante con sus turbios propósitos.
Otra cosa curiosa, que se dio en
este caso, es que se enteraron antes de este tema en Europa, que en nuestro propio
país.
A nivel internacional, fue un auténtico
escándalo. Sin embargo, en España
se acalló por medio de una férrea censura de prensa.
No olvidemos que seguía reinando el monarca absolutista Fernando VII, el cual
murió en 1833.
Es más, este asunto fue tan
escandaloso que el mismo rey tomó cartas en el asunto y censuró a la Audiencia
de Valencia, por haber hecho caso al arzobispado. De hecho, fue el último caso
de una ejecución en España, efectuada por motivos religiosos.
No obstante, el arzobispo de la
ciudad, Simón López, no se retractó en absoluto, afirmando “Dios quiera que
sirva de escarmiento para unos y de lección para otros”.
Incluso, según parece, la Iglesia
actual no ha abominado de su sangrienta decisión. Antes de morir, el anterior
arzobispo, Agustín García Gasco, pidió ser enterrado junto a él, en la catedral
de Valencia, y allí fue inhumado.
Otra cosa curiosa de este asunto
es que en Valencia y otros lugares le han dedicado una calle a este personaje,
pero no así en su lugar de nacimiento, Solsona.