martes, 25 de julio de 2017

FRAY JUAN DE ALMARAZ, EL CAUTIVO IGNORADO

Hoy voy a narrar un hecho del que, realmente, se sabe muy poco y del que tampoco se han podido encontrar muchos datos. No obstante, no me resisto a relatar este suceso histórico.
Para empezar, vamos a presentar a los actores de esto que parece un drama. Como todos sabréis, Carlos IV, fue hijo de Carlos III de España, y nació en 1748 en una localidad cercana a Nápoles, mientras su padre era rey de las dos Sicilias.
Luego, todos sabemos que, en 1759, a la muerte de su hermanastro, Fernando VI, su padre regresó a nuestro país, donde fue proclamado rey de España, con el nombre de Carlos III. De esa manera, el futuro Carlos IV, pasó a ser príncipe de Asturias. Título que se da a los herederos al trono de España.
En 1788, a la muerte de su padre, le sucedió en el trono, con el nombre de Carlos IV. Parece ser que su padre nunca lo vio muy apto para las tareas de gobierno, pero es lo único que había y, desgraciadamente, no se equivocó.
Como el monarca nunca estuvo interesado en las tareas de gobierno, dejó en su puesto al conde de Floridablanca, que ya fue primer Secretario de Estado con su padre. Curiosamente, éste siempre tuvo una mentalidad reformadora y progresista. Sin embargo, tras el comienzo de la Revolución Francesa, su política tomó el camino contrario y se mostró conservador en grado extremo. Hasta el punto de movilizar a la moribunda Inquisición para que persiguiera a todos los que se dedicaban a repartir los folletos revolucionarios llegados desde Francia.
Visto que la gente estaba muy descontenta con Floridablanca, fue cesado por el monarca y, en su lugar, colocó al conde de Aranda, que era un político ilustrado, relacionado con muchos intelectuales franceses.
El conde de Aranda fracasó en la gestión encargada por el rey para intentar salvar la vida de Luis XVI. Así que, en 1792, en cuanto el monarca francés fue derrocado  por los revolucionarios, el rey cesó a Aranda y puso en su lugar a Godoy. Con la llegada de este político, ya tenemos al segundo protagonista de esta historia.
No obstante, Godoy, tampoco pudo hacer nada por salvar la vida de Luis XVI, primo de Carlos IV, y, como todo el mundo sabe, fue guillotinado en 1793.
Este acontecimiento dio lugar a que varios países le declararan la guerra a Francia. En el caso de España, nuestras tropas, dirigidas por el general Ricardos, al principio, obtuvieron algunas victorias. Más tarde, fueron arrolladas por los milicianos franceses, que llegaron a conquistar varias plazas españolas, como Figueras, San Sebastián o Bilbao.
La Paz de Basilea, firmada con Francia en 1795, permitió recuperar todas las plazas españolas perdidas. A cambio, hubo que regalarles lo que hoy es la República Dominicana.
En 1796, a instancias de Godoy, España, firmó el Tratado de San Ildefonso, por el cual nuestro país pasaba a ser un aliado de la primera potencia del momento, Francia.
A causa de este pacto, el Reino Unido nos declaró la guerra y, por ello, varias de nuestras plazas fueron asediadas por mar. Así que, como el rey no estaba muy contento con la política de Godoy, lo cesó en 1798.
Tras él, hubo un ínterin, en el que dos políticos menos relevantes pasaron a ocupar la posición de valido del rey.
En 1799, con la llegada al poder de Napoleón, éste forzó a Carlos IV para que volviera a llamar a Godoy, para el puesto de valido.
En 1801, se firmó el Convenio de Aranjuez, por el que España le cedió la flota a Francia para combatir contra el Reino Unido en el mar. Ya sabemos que los franceses nunca se han destacado por tener  buenos marinos. No hay que olvidar que, en España,   durante el reinado de Carlos III, se había invertido mucho dinero en revitalizar la Armada y crear una plantilla con grandes marinos.
Napoleón había decretado el embargo comercial y naval de todos los países contra el Reino Unido. Sin embargo, Portugal y Rusia, grandes proveedores de los británicos, no quisieron respetarlo. Así que el emperador, en un principio, se decidió por atacar Portugal.

Para ello, en 1801, Francia, conjuntamente con España, le declararon la guerra a Portugal. Por ese motivo, se permitió que las tropas francesas atravesaran la Península Ibérica.
En 1807, el mismo año en que Francia y España, después de haber ocupado Portugal, se reparten su territorio, se produce una conjura palaciega, encabezada por el príncipe de Asturias, futuro rey Fernando VII. Ya tenemos otro personaje en escena.
Esta vez, el príncipe Fernando, fracasó en su intento de destronar a su padre. Éste cometió el error de no querer castigarle y en 1808 se produjo el Motín de Aranjuez. Un nuevo intento, esta vez exitoso, de Fernando contra su padre. Así que Carlos IV se vio solo y abdicó en su hijo Fernando.
A Napoleón no le gustó nada, así que pidió que la familia real española se reuniera con él en la ciudad de Bayona (Francia). No sé cómo no se dieron cuenta de que era una encerrona.
Allí, el emperador exigió que Fernando devolviera la corona a su padre. Cosa que hizo. Lo que no sabía Fernando es que su padre ya había pactado con el emperador para entregarle la corona a éste. Posteriormente, Napoleón, decidió nombrar como nuevo rey de España a su hermano, el futuro José I.
No me voy a parar a narrar la Guerra de la Independencia, que tuvo lugar entre 1808 y 1814, porque me alargaría demasiado.
Hasta ahora hemos hablado del padre de Fernando VII, pero no de la madre. Así que ya es hora de que aparezca en escena.
María Luisa de Borbón-Parma era hija de Felipe I, duque de Parma, y de Luisa Isabel de Francia, hija de Luis XV. Así que era prima de Luis XVI, Luis XVIII y Carlos X y también, pero en menor grado, de su propio marido, Carlos IV. Se casaron en 1765, cuando ella sólo tenía 14 años.
Siempre gustó de entrometerse en los asuntos de gobierno, con el beneplácito de su esposo. Juntos tuvieron nada menos que 14 hijos, aunque sólo la mitad llegaron a una edad adulta, y 11 abortos. Todo eso le dejó profundas señales en el rostro, que la envejecieron muy pronto.
Fue la que introdujo a Godoy en la Corte el cual, según dicen algunos, fue uno de sus amantes y el padre de, al menos,  dos de sus hijos. Lo cierto es que Godoy era un simple miembro de la Guardia de Corps, lo que ahora se llama Guardia Real. Un día de Semana Santa, en Segovia, cuando escoltaba la carroza de los reyes, tuvo un accidente con su caballo, y estos comenzaron a fijarse en él. Se dice que su hermano mayor Luis, también fue, anteriormente, amante de la reina.

Incluso, se comenta que algunos amantes de la reina lo fueron también de la famosa duquesa de Alba, Cayetana. Existiendo una clara rivalidad entre las dos.
Desde entonces, Manuel Godoy, tuvo lo que se llama un ascenso meteórico en la Corte. Acumulaba cargos y títulos por todas partes. Incluso, fue el primero al que se le dio el título de Generalísimo. Hasta se le dio el título de Príncipe de la Paz. Recordemos que en España sólo hay una persona que  puede llamarse príncipe, el príncipe de Asturias.
Incluso, los reyes quisieron que se casara con una persona perteneciente a la Familia Real. Un privilegio que sólo podían tener los que pertenecían a otras familias reales. Él accedió a ello, sin embargo, los cónyuges nunca fueron muy felices.
Incluso, dicen que uno de los motivos por los que el príncipe organizó las conjuras contra su padre fue porque éste otorgó a Godoy el título de Alteza Serenísima. Por ello, los partidarios del príncipe le indicaron que el rey podría estar tramando desheredar a su hijo y poner como sucesor a Godoy.
Tras la abdicación de su marido, María Luisa, lo acompañó durante el exilio. Al igual que, en un principio, también lo hizo Godoy. Primero residieron en varias ciudades francesas y luego se fueron a varias localidades de Italia. Por último, residieron en el Palacio Barberini, en Roma, donde ella falleció en enero de 1819. Casualmente, Carlos IV, falleció unas dos semanas después, en Nápoles. Parece ser que vivían de la pensión que les enviaba Fernando VII, cuando ya se asentó definitivamente como rey de España. Sin embargo, nunca les dejó regresar a nuestro país.
Curiosamente, la reina no hizo testamento a favor de su marido o de sus hijos, sino a favor del mismo Godoy. Evidentemente, fue anulado por su hijo unos días después.
Como todos sabemos, en aquella época, era costumbre que mucha gente dispusiera de un confesor personal. La reina disponía de uno llamado fray Juan de Almaraz. Este es el último personaje de nuestra historia.
Se sabe que el verdadero nombre de este clérigo era Juan Francisco Thomas León y nació en Badajoz en 1767. Así que es posible que conociera a Godoy, que también era de allí,  y éste lo hubiera encumbrado a ese importante cargo de la Corte. Perteneció a la orden de los Agustinos.
Parece ser que la reina confesó con él, el día antes de su muerte y allí le hizo una declaración, que podría poner en peligro a la monarquía española. Incluso, hoy en día, hay quienes ponen esta confesión en entredicho, porque la reina tenía fama de lianta y le gustaba meterse con todo el mundo. Especialmente, con su hijo Fernando VII.
Lo cierto es que en el testamento de la reina se ordenaba que su hijo le pagara la cantidad de 4.000 duros al mencionado confesor. Como Fernando VII se negó a ello, el fraile tomó una decisión de la que se arrepentiría durante toda su vida.
No se le ocurrió otra cosa que mandarle una carta, desde Roma, donde le informaba sobre la última confesión de su madre y le pedía que le pagara los 32 meses de atrasos que le debía. Como le volvió a escribir y seguía sin hacerle caso, supongo que, llevado por la desesperación de no poder pagar las muchas deudas que tenía, esta vez le advirtió que iba a dar a conocer la confesión de su madre, nada menos que al Cuerpo Diplomático extranjero acreditado en España. Está claro que no conocía muy bien al rey.
El periodista José María Zavala, autor del libro “Bastardos y Borbones”, encontró en el archivo del Ministerio de Justicia, en Madrid, un documento escrito por este fraile y fechado el 20 de junio de 1827, el cual ha publicado en el citado libro. Parece ser que en el sobre lacrado donde estaba se indicaba “Reservadísimo” e iba dirigido al confesor del fraile.
En él, se dice lo siguiente: “Como confesor que he sido de la reina madre de España (q.e.p.d.) Dª María Luisa de Borbón, juro in verbo sacerdotis, como en su última confesión, que hizo el 2 de enero de 1819, dijo que ninguno ninguno de sus hijos e hijas, ninguno era de su legítimo matrimonio; y así que la Dinastía Borbón de España era concluida. Lo que declaraba por cierto para descanso de su alma y que el Señor la perdonase”. También la reina le encargó  que revelara ese secreto tras su muerte.
Parece ser que otro gran escritor español, ya fallecido, Juan Balansó, mencionó el citado documento en varias de sus obras, pero, según parece, nunca pudo hallarlo.
Como comprenderéis, a Fernando VII, seguro que todo esto no le hizo ninguna gracia. En un principio, mandó una carta al propio Papa, en septiembre de 1827, donde le apercibía de la peligrosidad del fraile, sin mencionarle qué había hecho, claro está.
No hará falta decir que, por aquel entonces, España pintaba ya bien poco,  el Papa no le hizo ni caso. Así que, Fernando VII, ni corto ni perezoso, mandó a un grupo de su gente más fiel a Roma. Allí encontraron a este fraile, lo raptaron y se lo trajeron a España.
Llegó a bordo de un barco, el cual atracó en Barcelona y de ahí lo enviaron a la fortaleza de Peñíscola. El monarca no se paró ahí, sino que dio las oportunas instrucciones al alcaide de esa cárcel para que el prisionero fuera encerrado por tiempo indefinido en una celda y aislado de todos los demás.
Es más, se aseguró de que tuviera una provisión suficiente de alimentos, pero de que no hablara ni siquiera con los carceleros. Su estancia en la prisión no figuró en el libro-registro de la misma y ni siquiera fue procesado en ningún momento. Allí estuvo encarcelado durante siete años.
¿Esta historia no os recuerda  la del abate Faria, que se hallaba encarcelado en la celda al lado de la del Conde de Montecristo? A mí también me recuerda la historia del prisionero de la Máscara de hierro.
Parece ser que, en 1830, el arzobispo de México, que había regresado a España, tras la independencia de ese país, recibió un curioso encargo de Fernando VII.
Se trataba de visitar al prisionero en su celda, en Peñíscola, a fin de que se retractara por escrito de lo que había afirmado unos años antes, referente a la presunta bastardía de todos los hijos de María Luisa de Parma.
A pesar del lamentable aspecto del preso y de que ya daba muestras de demencia, entendió perfectamente lo que le decía el arzobispo y, con la promesa
del perdón real,  firmó el documento de retractación. No olvidemos que el arzobispo era un superior jerárquico de este fraile. A lo mejor, con esa intención eligió el rey al arzobispo para que cumpliera esta misión.
Sin embargo, el rey no cumplió su palabra y no le perdonó, a pesar de que el arzobispo se dirigió a él para recordarle que había empeñado su palabra delante del prisionero. No obstante, un ministro le recomendó al clérigo que se olvidara del tema, no fuera a hacer que el rey se cabreara con él. Así que el arzobispo dejó este tema, porque el monarca estaba dando muestras de su crueldad por toda España.
Sin embargo, en 1832, llegó un nuevo alcaide a la fortaleza de Peñíscola y comprobó el lamentable estado en que se encontraba este preso. Parece ser que se encontró con un viejo harapiento con una barba canosa hasta la cintura y que ya apenas podía  hablar.
Así que dirigió un escrito al rey para ver si, en razón de la mala salud del preso, debido a su largo encarcelamiento y a su avanzada edad, se le podría aplicar un Decreto de Amnistía, que había otorgado el rey recientemente.

Supongo que el alcaide, aparte de que tuviera piedad del preso, también tendría en mente que, anteriormente, el monarca había hecho responsables de la salud del preso al alcaide que hubiera en esa fortaleza, en cada momento. Así que me parece que el alcaide no querría que se le muriera con él como responsable de la misma.
Incluso insistió en otro escrito al Gobierno. Esta vez, tuvo más suerte, pues el escrito llegó a comienzos de 1834 y el rey había muerto unos meses antes.
Así que el presidente del Consejo de Ministros, antes de tomar medida alguna, fue a consultar este asunto con la reina viuda María Cristina. Esta nunca había sabido sobre este tema. Así que le otorgó, inmediatamente, su perdón y consiguió ser puesto en libertad.
Ya sólo se sabe que tuvo un modesto cargo en la Catedral de Cuenca y murió en 1837 a los 70 años de edad.
Como suelo decir, muchas veces la Historia es igual o más apasionante que muchas novelas. Espero que os haya gustado y que os apuntéis como seguidores del blog.

Muchas gracias y saludos.

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