miércoles, 20 de marzo de 2019

EL GENERAL CUESTA, UN TIPO MUY CABEZOTA


Seguro que conoceréis a más de un cabezota. Hoy voy a narrar en este artículo la vida de un militar que, por culpa de su cabezonería, hizo perder la vida a miles de soldados españoles.
Gregorio García de la Cuesta y Fernández de Celis nació en 1741 en una pequeña localidad de Cantabria (España), en el seno de una familia de la pequeña nobleza.
Dado su estatus social, se le permitió ingresar en el Real Regimiento de la Guardia Española. O sea, lo que ahora se llama Guardia Real. Hay que aclarar que, en aquella época, como solía ocurrir en muchos países, los nobles eran los únicos que podían aspirar a ser oficiales.
No olvidemos que nació dentro de una sociedad estamental, propio de lo que hoy se llama el Antiguo Régimen, o sea, la Monarquía Absoluta, donde era casi imposible saltar de un estamento al otro. Ni siquiera siendo millonario.
Ese fue uno de los motivos por los que, a finales del siglo XVIII, se dieron grandes cambios sociales. El más notorio de ellos fue la Revolución Francesa.
Precisamente, una de las frases favoritas de Napoleón Bonaparte era: “cada soldado francés lleva en su mochila el bastón de mariscal”. Por eso, casi ninguno de sus generales procedía de la nobleza, pues todos se habían tenido que ganar sus ascensos a pulso. Mostrando su valentía en todas las batallas.
Por eso mismo, en aquella época, era muy normal que los generales franceses acompañaran a sus soldados y murieran con ellos en las batallas.
Volviendo a nuestro personaje, parece ser que su bautismo de armas lo obtuvo estando destinado en la guarnición española ubicada en la ciudad de Orán (Argelia). Allí estuvo hasta que, en 1761, fue destinado a un regimiento en Granada.
En 1779, tras haber pasado dos años en la antigua Academia Militar de Ávila, fue destinado a las tropas que estaban asediando la colonia británica de Gibraltar.
A partir de 1781, fue destinado a América, comenzando por la actual República Dominicana y pasando por Cuba y Perú. Su misión acabó en Buenos Aires, desde la cual, en 1791, volvió a la Península. Poco antes de zarpar, se casó con una dama de esa ciudad.
Más tarde, fue destinado a la guarnición de la ciudad de Badajoz, desde donde fue destinado a combatir en el Rosellón, al mando de sus tropas.
En 1792, el estallido de la Guerra de la Primera Coalición contra la República Francesa hizo que brillaran sus dotes en el combate y eso le valió varios ascensos. Acabando ese conflicto con el grado de mariscal.
Posteriormente, fue nombrado gobernador militar de Gerona. Más tarde, capitán general del antiguo Reino de Mallorca y luego de Castilla la Nueva. Asimismo, también fue gobernador del Consejo de Castilla, uno de los órganos más importantes de la Monarquía española.
Parece ser que allí tuvo varios desacuerdos con el valido Godoy, lo cual le ocasionó su cese en el cargo y su destierro a su Cantabria natal.
Hay que recordar que España entró en ese conflicto, más conocido aquí como Guerra del Rosellón, tras la ejecución de Luis XVI de Francia, ya que en ambos países reinaba la dinastía Borbón y habían firmado unos tratados de defensa mutua, llamados Pactos de Familia.
Curiosamente, España, entró en la guerra para luchar contra Francia. Sin embargo, en 1795, firmó con nuestro país vecino el Tratado de Basilea, por el que España se salía de esa coalición y terminaban las hostilidades entre ambos países. Aunque la guerra duró dos años más.
Tras el Motín de Aranjuez, que, por vez primera, llevó a Fernando VII al trono, Cuesta fue nombrado capitán general de Castilla y León y presidente de la Real Chancillería de Valladolid, que, junto con la de Granada, formaban el antiguo Tribunal Supremo de España.
En 1808, la Guerra de la Independencia le pilló un poco mayor, con más de 60 años. Hay que tener en cuenta que, en aquella época, la esperanza de vida en España, rondaba los 40 años.
En un principio, Cuesta, no fue muy partidario de enfrentarse a los franceses, por estar en inferioridad de condiciones y también se opuso a que el pueblo se aventurara a luchar contra los invasores, para no fomentar la anarquía por todo el país.
Incluso, algunos han llegado a pensar que era un afrancesado más, pues, en esos momentos, utilizaba los mismos argumentos que aquellos, que se podrían concretar en esperar y ver cómo transcurrían los acontecimientos.
Lo cierto es que, a partir del 31/05/1808, los patriotas le presionaron para que se pusiera al frente de sus tropas. Parece ser que aquellos llegaron a colgar una horca en una ventana de un edificio frente a la capitanía. Lo cual, es un mensaje muy elocuente.
Dado que los franceses tenían su cuartel general en Burgos, formó apresuradamente un Ejército, compuesto por gente que apenas sabían usar un arma de fuego.
Hay que decir que Napoleón presionó al Gobierno español para que le cediera sus mejores tropas, que fueron destinadas a Dinamarca, al mando del marqués de la Romana.
Así que las fuerzas de Cuesta apenas llegaban a los 5.000 hombres.
Sin embargo, los franceses, que enseguida supieron que lo que estaba ocurriendo, movilizaron a unos 9.000.
No hará falta decir que estos últimos ya llevaban varios años curtidos en muchos combates, mientras que la mayoría de esos españoles no había combatido nunca.
Pocos días después, los dos ejércitos, por llamarles de alguna forma, se enfrentaron en la pequeña localidad vallisoletana de Cabezón del Pisuerga (¡qué casualidad!).
Este pueblo está ubicado junto al camino que unía Madrid con Burgos y desde allí hasta la frontera francesa. Siendo la principal vía para aprovisionar a las tropas francesas en la Península Ibérica. Así que, para los franceses, era prioritario tenerlo despejado de enemigos.
Lo curioso del asunto es que parece impropio de un general con tantos años de servicio, como es el caso de nuestro personaje, diera una orden, contraviniendo cualquier manual sobre táctica militar.
En aquel lugar existía un pequeño puente. Lo lógico es que las tropas españolas se hubieran atrincherado a un lado del río, con el puente de frente, esperando la embestida de los franceses.
Evidentemente, lo más normal es que hubiera habido muchos muertos, pero también es verdad que hubieran soportado mejor el ataque francés y no hubieran sufrido tantas bajas.
Por el contrario, parece ser que el general Cuesta, dio la orden de atravesar el puente y recibir el ataque francés, con el puente a sus espaldas, lo cual era un auténtico suicidio, porque ellos mismos se cortaban su retirada.
Por lo visto, en un principio, los franceses, se mosquearon mucho, pensando que habría gato encerrado y, seguramente, los españoles les tendrían preparada alguna emboscada.
No obstante, atacaron las posiciones españolas y, como es de suponer, provocaron una gran masacre, porque, a la primera carga, muchos españoles huyeron horrorizados ante la veterana Caballería francesa.
Parece ser que, tras esta derrota, José I y sus partidarios pensaron que podrían atraerlo a su bando y llegaron a ofrecerle el cargo de virrey en Nueva España (actualmente, México), pero él lo rechazó.
De hecho, redactó una proclama, donde, en uno de sus párrafos se advertía: “El objeto de Napoleón es hacernos esclavos de la Francia, llevarnos a países remotos a servir a sus caprichos y sacarnos todas nuestras riquezas”. Más adelante, puede leerse: “¿Qué dirán las demás naciones al vernos abatidos y reducidos a una mísera colonia de esclavos?”
Posteriormente, se retiró con las fuerzas que le quedaban hacia la zona de Benavente. Allí contactó con las fuerzas de Galicia, mandadas por el general español Joaquín Blake, más algunas
tropas de voluntarios castellanos y asturianos.
Parece ser que decidieron recuperar Valladolid, que había sido ocupado por los franceses. Por lo visto, no se coordinaron nada bien. Sin embargo, el general francés Bessieres, el mismo que ya le había derrotado en Cabezón del Pisuerga, sí que estaba al corriente de los movimientos de sus oponentes.
Así que aprovechó que marchaban como dos ejércitos totalmente separados, para así machacar primero a uno y luego al otro. Los combates tuvieron lugar en la localidad vallisoletana de Medina de Rioseco.
Lógicamente, los franceses, volvieron a cometer otra masacre entre las tropas españolas. Incluso, contraviniendo las normas de guerra, vigentes en ese momento, fusilaron a todos los combatientes españoles que habían capturado en la batalla.
Hay quien dice que Cuesta y Blake no se coordinaron, porque este último había recibido instrucciones de la Junta del Reino de Galicia para que no lo hiciera, ya que desconfiaban de la lealtad de Cuesta.
Esto también se explica, porque, al no existir, en principio, un mando único, las Juntas de cada zona rivalizaban entre sí y procuraban no colaborar entre ellas.
De hecho, el propio Cuesta, redactó un manifiesto donde abogaba por la unión de todas las Juntas de España en un mando único. Incluso, llegó a profetizar: “Nuestras colonias serían perdidas, pues no pertenecen a esta o a aquella provincia de España, sino a todo el Reino”.
Precisamente, lo mismo que argumentaron, poco más tarde, los cabecillas que independizaron las distintas zonas de la América española, alegando que, tras la invasión francesa, se habían roto sus vínculos con España.
Parece ser que la idea de Cuesta era fundar un órgano compuesto por representantes civiles o militares de las diferentes capitanías generales para que constituyeran un mando único para dirigir la guerra. Por supuesto, nada que ver con las, posteriores, Cortes de Cádiz, pues Cuesta seguía siendo partidario de la Monarquía Absoluta.
Afortunadamente, el 19/07/1808, sólo 5 días después de esta derrota, los franceses fueron derrotados, muy brillantemente, por el general Castaños, en Bailén (Jaén).
Fue la primera derrota seria del Ejército francés y eso encendió tanto las alarmas que el propio rey José I huyó de Madrid a Burgos, junto con toda su Corte, y hasta llegaron a levantar el primer sitio de Zaragoza.
Incluso, hasta el mismo emperador, alarmado por los acontecimientos ocurridos en España, atravesó los Pirineos con sus mejores tropas y, en pleno invierno, se plantó en Madrid.
Curiosamente, en lugar de apartarle del mando, alguien tuvo la feliz ocurrencia de nombrarle comandante de todo el Ejército español, por ser el general más antiguo. Afortunadamente, rectificaron muy pronto y le cesaron.
Posteriormente, le enviaron como jefe del Ejército de Extremadura, con el fin de contener a las tropas francesas para que no llegaran a Andalucía. Parece ser que tuvo suerte en este cometido y consiguió expulsar a los franceses de
esa región. Sin embargo, sufrió las rivalidades políticas, que le negaron los suministros que había pedido para sus tropas. También es verdad que, en aquel momento, en España, había mucha gente que se estaba muriendo, literalmente, de hambre.
Todavía no estaban constituidas las actuales provincias, las cuales fueron creadas por el político Javier de Burgos en 1833. Así que no fueron rivalidades provinciales, como se dicen en algún sitio.
Desgraciadamente, a los franceses les interesaba mucho controlar Extremadura y, especialmente, Badajoz, por ser el camino principal de entrada de los refuerzos para las tropas británicas, al mando del general Wellington.
Aparte de que este general británico solía rehuir el enfrentamiento directo con las tropas francesas, ya que su Gobierno nunca le concedió muchos soldados y no podía permitirse el lujo de tener muchas bajas en combate. Así que solía residir en Portugal y, de vez en cuando, entraba con sus tropas en España.
Así que, a finales de marzo de 1809, se dio otra carnicería. Esta vez, la batalla tuvo lugar en el pueblo de Medellín (Badajoz). Ni que decir tiene que las tropas del general Cuesta fueron de
nuevo barridas por los franceses. Aunque, en esta ocasión, las tropas españolas fueran muy superiores en número.
Como ocurrió en el caso anterior, al final de la batalla, los supervivientes españoles, fueron vilmente asesinados por las tropas francesas, siguiendo las órdenes de sus jefes.
Incluso, nuestro personaje cayó del caballo y fue gravemente herido a causa de las pisadas de otros caballos, pero consiguió retirarse del campo de batalla.
A finales de julio de 1809, las tropas del general Cuesta, se unieron a las británicas y portuguesas, al mando del general Wellington.
Aunque las relaciones nunca fueron buenas, pues Wellington despreciaba profundamente a las tropas españolas y a sus mandos, esta vez lograron una gran victoria en Talavera de la Reina.
Posteriormente, incluso, se entabló una fuerte discusión entre los dos generales, cuando Wellington se enteró de que Cuesta había dejado que los franceses capturaran a un grupo de soldados británicos heridos, que había dejado bajo su custodia.
Algunos autores británicos lo definieron como: “Carecía de talento, pero era valiente, justo y hombre de honor, muy lleno de preocupaciones, extraordinariamente terco y odiaba rencorosamente a los franceses”, lo cual le llevó a no querer coordinarse con ellos y, por eso mismo, sufrió una derrota tras otra.
Sin embargo, lo definen como a un militar valiente. Aunque no sé si este hombre participaría en los combates.
Lo cierto es que me recuerda a esos ministros que suelen ser calificados por la prensa afín a su partido como “políticos valientes”. Desgraciadamente, esa valentía suele traducirse en hacerle la vida imposible a los demás a base de subidas de impuestos y de recortes de todo tipo.
La verdad es que siempre ha sido un personaje muy controvertido, pues también es justo decir que protegió de una manera muy eficiente la retirada de las fuerzas aliadas hacia Portugal, tras la batalla de Talavera, a la altura de la localidad toledana de Puente del Arzobispo, enfrentándose a tres cuerpos de ejército franceses, con unas fuerzas muy inferiores en número. Lo cual, nunca le fue reconocido.
En 1810, nuestro personaje, sufrió un derrame cerebral, cuando se hallaba en Deleitosa (Cáceres), que le dejó, temporalmente, fuera del Ejército. Fue sustituido en el mando por el general Eguía.
Parece ser que, tras una estancia en los baños de Alhama (Málaga), donde consiguió recuperarse, las autoridades le destinaron como capitán general de Baleares. Allí fue donde murió, al año siguiente, víctima de esa misma enfermedad. Sus restos reposan en la catedral de Palma de Mallorca.
Así que dedico este artículo a todos los cabezotas del mundo para hacerles ver que, en muchas ocasiones, su cabezonería puede perjudicar gravemente a los demás.

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sábado, 9 de marzo de 2019

GÉRARD DE NERVAL, OTRO EXTRAÑO POETA


Hoy traigo al blog a otro de esos escritores raros y éste se podría decir que es de los más raros. Algo que podríamos definir como destacable, ya que otros pusieron el listón muy alto en este aspecto de sus vidas.
Como siempre, empezaré por presentarlo. Nuestro personaje de hoy se llamaba Gérard Labrunie, pero será más conocido por su seudónimo, Gérard de Nerval. Nació en 1808, en el París de Napoleón Bonaparte.
Precisamente, su padre ejerció como médico militar en los ejércitos de Napoleón. Fue destinado al Ejército del Rhin, donde le acompañaron su mujer y su único hijo.
Desgraciadamente, su mujer falleció en 1810, cuando se hallaban en Silesia. Así que Gérard tuvo que ser criado por su tío abuelo materno, en la campiña de Valois (Francia).
En 1814, tras la derrota de Napoleón, su padre fue desmovilizado y pasó a trabajar como médico civil. Puso una consulta en París y se llevó a su hijo a vivir con él.
Desde 1822, Gérard, estudió Secundaria en el Colegio Carlomagno, donde tuvo como compañero al conocido escritor Théophile Gautier.
A partir de entonces, se anima a escribir. En un principio, sólo haría pequeños poemas. Más adelante, se atrevería con escritos satíricos, una obra de teatro y hasta una traducción del clásico Fausto, de Goethe.
Más adelante, se atreve con dos antologías. Una sobre los poetas alemanes y otra sobre los franceses. No tiene demasiado éxito, pero le sirven para darse a conocer entre las figuras literarias más importantes de ese momento.
Ahí es cuando adopta su seudónimo de Gérard de Nerval. Parece ser que toma ese apellido del nombre de una finca, donde se había criado, durante su niñez, el Clos de Nerval.
Por lo visto, estos escritores noveles se reunían en cierto lugar, sólo para hablar de sus problemas. Sin embargo, la Policía, pensó que se trataba de unos conspiradores y fueron encerrados durante una temporada, hasta que se aclaró ese asunto.
Es posible que su locura comenzara en esa época. Es muy conocida una curiosa anécdota. Cierto día, lo vieron por esa zona céntrica de París, llamada Palais Royal, paseando una langosta viva, la cual llevaba atada con una cinta azul. Como si estuviera paseando a un perro.
Parece ser que, cuando alguien le preguntó por ello, dijo que era lo más natural del mundo y además afirmó que “las langostas son más tranquilas, serias, conocen los secretos del mar y no ladran”.
Es posible que lo hiciera sólo para llamar la atención. Algo que es muy frecuente entre los artistas. Lo que los franceses llaman “epatar” o asombrar al personal.
En 1834, cobró una herencia de su abuelo, la cual le permitió viajar por varios países europeos. Sin embargo, pronto se le acabó el dinero y tuvo que volver.
Posteriormente, se dedicaría al periodismo. Esto ya le permite viajar y vivir con cierta comodidad.
Incluso, colaboró con Dumas en el libreto de la ópera Piquillo, aunque, como era muy común entonces, todo el mérito se lo llevó Alejandro Dumas.
Por lo visto, en esa ópera actuaba una cantante francesa de su misma edad, llamada Jenny Colon, a la que considera su mujer perfecta y de la que se enamora perdidamente.
La verdad es Gérard tuvo mala suerte, porque también se había fijado en esta cantante un financiero británico, llamado William Hope.
Desgraciadamente, nuestro personaje tuvo uno de esos desengaños amorosos, que todos hemos padecido alguna vez en la vida.
Parece ser que, por aquella época, ya manifestaba eso que, actualmente, se define como un trastorno bipolar.
Es más, sus habituales lecturas esotéricas, hacen que empeore. Frecuentemente, solía decir que oía voces de personajes famosos, como Adán, Moisés, etc. Incluso, llegó a decir que descendía del emperador romano Nerva y se dedicó a comprar todas las monedas que vio con la efigie de ese soberano.
En 1843, realizó varios viajes por Oriente. Logró visitar Egipto, Siria, Chipre y Constantinopla. Se dice que en esos viajes tuvo varios amoríos con mujeres de esos países. Incluso, que llegó a comprar una esclava, con la que convivió en El Cairo. Todo ello, lo narra en su obra “Viaje a Oriente”, publicada en 1851. No sé si sería cierto o fruto de cierta dosis de fanfarronería por su parte.
Incluso, llegó a prologar una edición de “El Diablo enamorado”, de Jacques Cazotte, al que dediqué mi anterior artículo.
También probó fortuna dentro del género de la Literatura de terror, con su obra “La mano encantada”.
A su regreso, su estado mental empeoró. En muchas ocasiones, lo vieron  por la calle, a altas horas de la noche, paseando como un sonámbulo y es detenido, pensando que estaría borracho.
Continúa sufriendo depresión y esquizofrenia, lo que le lleva a ser ingresado, varias veces, en centros psiquiátricos.
Pasa por el sanatorio del Dr. Blanche, que tiene cierta fama, por haber tratado a otros enfermos famosos, como Van Gogh o Baudelaire. Allí no hace más que leer libros esotéricos, lo cual no le hace ningún bien a su estado mental.
A la salida de uno de esos hospitales es cuando escribe una de sus obras maestras, “Aurelia o el sueño y la vida”. Donde describe las fases de su locura e, incluso, afirma, como muchos otros enfermos mentales: “Temo estar en una casa de cuerdos y que los locos estén fuera”.
En el siglo XX, esta obra fue calificada nada menos que como una precursora del movimiento Surrealista.
Es más, un día entró en el Hospital de la Caridad y, descalzándose, recorrió las salas del centro. De esa guisa, fue imponiendo sus manos en la cabeza de varios enfermos. Según dijo, estaba convencido de que disponía de ciertos poderes de curación.
Supongo que igual pudo leer eso en algún libro de Historia, donde se narraría que a los reyes de Francia se les atribuían ciertos poderes taumatúrgicos. O sea, que se creía que curaban a la gente con sólo colocar sus manos sobre ellos.
No es broma, eso sucedió durante muchos siglos y la mayoría de la gente estaba absolutamente convencida del poder de curación de sus monarcas.
También ingresó en varias sociedades secretas, como la llamada Sociedad de la Niebla, cuyo miembro más conocido fue Julio Verne.
Por lo visto, tampoco era ajeno al mundo de las bebidas fuertes o al de las drogas, como el llamado dawamesk. Es lo que antes se llamaba buscar el conocimiento por “el camino de la mano izquierda”. 
Por lo visto, decían que así encontraban nuevas percepciones. Cosa que yo dudo.
Otros lo llamaban a esto encontrar el verdadero conocimiento, bien por la “vía húmeda” o por la “vía seca”.
Parece ser que, en enero de 1855, sus amigos, le vieron con muy mal aspecto. Realmente, no se sabe si eso fue debido a sus habituales deudas económicas o a un empeoramiento de sus enfermedades mentales.
El día 25 de enero, su tía, con la que vivía desde hacía algún tiempo, vio que no llegaba y encontró en su casa una nota de Gérard, que terminaba con la siguiente frase: “No me esperes esta noche, porque la noche será blanca y negra”.
A la mañana siguiente, su cadáver apareció de una forma muy sospechosa. Estaba ahorcado en un callejón de París. Cuando lo encontraron, el termómetro marcaba unos -18ºC. Sin embargo, todavía tenía puestos una bufanda y un sombrero de copa. Lo cual es muy chocante, porque lo normal es que se le hubiera caído al dar su cuerpo sus últimos estertores, justo antes de su muerte.
Poco antes de su aparente suicidio, había compuesto, dentro de un libro de poemas titulado “El desdichado”, un soneto que tituló “Epitafio”. Éste acaba con una extraña frase: “Lo quiso saber todo y al final no supo nada”.
Seguido de este otro párrafo: “Y una noche de invierno, cansado de la vida, dejó escapar el alma de la carne podrida y se fue preguntando: ¿para qué habré venido?”

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jueves, 7 de marzo de 2019

JACQUES CAZOTTE, UN DESVENTURADO PROFETA


Hoy voy a hablar en este artículo de un personaje difícilmente clasificable. Se dedicó a múltiples actividades, destacando en todas ellas. Aunque, desgraciadamente, hoy en día, casi se puede decir que ha pasado al olvido.
También hay que aclarar que, tradicionalmente, cada época se clasifica de una forma demasiado simplista. Así, podría parecer que durante el siglo XIX sólo existía el Romanticismo o durante el XVIII todo el mundo estaba influido por el espíritu de la Ilustración. Sin embargo, ambas cosas son inexactas.
Es como si pensáramos que, durante el gobierno de Hitler, todos los alemanes eran nazis. Sin embargo, en Alemania, el siguiente partido con mayor número de votantes era el comunista.
Los historiadores de tendencia marxista suelen decir que, en todas las épocas, siempre ha habido y hay dos corrientes: la tesis y la antítesis. Como resultado de estas dos, aparece una síntesis, que puede variar hacia uno u otro lado, según la corriente triunfante en cada momento.
En ese siglo, igual tenemos a personajes tan conocidos como Voltaire o Rousseau y a otros como Swedenborg o William Blake.
Incluso, el propio Isaac Newton, reconocido por todos como el mayor científico de la Historia, también dedicó muchas horas a la Alquimia.
Volviendo a nuestro tema de hoy, Jacques Cazotte, que así era como se llamaba, nació en la ciudad de Dijon, región de la Borgoña, al este de Francia. En una zona cercana a la frontera con Suiza y no muy lejos del nacimiento del famoso río Sena, que baña París.
Nació en 1719, en el seno de una familia muy acomodada. Su padre, Bernard Cazotte, era notario y consejero del rey. El matrimonio tuvo 14 hijos, de los cuales, nuestro protagonista, fue el último de ellos.
Estudió en el colegio de los jesuitas de su ciudad. Curiosamente, parece ser que ocupó el mismo pupitre que, unos años antes, había ocupado el célebre músico francés Rameau.
En 1739 terminó sus estudios de Derecho en la Universidad de Dijon. Dos años después, lo vemos con un trabajo administrativo, como personal civil, dentro de la Armada Francesa.
Posteriormente, fue destinado a un puesto importante en la colonia francesa de Martinica, en el Mar Caribe. La misma isla donde nació la que, más tarde, sería la emperatriz Josefina, esposa de Napoleón Bonaparte, a la que dediqué otro de mis artículos.
En 1760 consiguió volver a la metrópoli, donde ascendió a comisario general de la Armada. Entonces empezó a escribir pequeños relatos, en forma de cuentos, poemas y canciones un tanto bufas.
No obstante, hoy en día, se le considera el creador de la novela fantástica y hasta de la novela gótica. Es más, algunos lo definen como uno de los precursores del Romanticismo.
Sin embargo, empezó escribiendo cuentos de carácter oriental, que le dieron bastante fama y eso le animó a seguir haciéndolo.
Hay que precisar que, sólo unos años antes, se había traducido el libro de Las Mil y una noches al francés y, por tanto, debía de estar de moda la literatura orientalizante.
En 1772, escribió su relato más conocido. Se trata de “El diablo enamorado”. Por lo visto, dijo haberla escrito cuando se hallaba en trance, después de algunas nochesde insomnio.
En esa obra relata todo un mundo sobrenatural con un lenguaje muy realista. Propio de una persona muy aficionada a los saberes ocultos.
El personaje principal de esa obra es un militar español destinado en Nápoles, muy aficionado al esoterismo, que hace una especie de pacto con el Diablo. Incluso, narra que ese pacto lo había hecho en las cercanas ruinas de Pompeya, que se acababan de descubrir no hacía muchos años.
Parece ser que, en un principio, el Diablo, se le aparece como una especie de cabeza de camello. Lo que parece una visión un poco rebuscada, aunque ya aparece definida esa forma de aparición  en la Cábala.
Posteriormente, esa visión se convierte en un perro, para luego aparecer con la forma de un paje, llamado Biondetto, que pronto se transformará en una joven y sensual mujer llamada Biondetta, que se enamora de él.
Incluso, le enseña una fórmula matemática para recuperar su dinero, tras haberse arruinado jugando a las cartas. Le dice que el mundo no está regido por el azar, sino por una serie de combinaciones matemáticas.
El famoso escritor argentino Jorge Luis Borges seleccionó esta obra como una de las mejores novelas de la Historia e, incluso, escribió el prólogo para una edición de la misma, publicada en 1978.
Por lo visto, la primera edición de esa novela se publicó sin mencionar a su autor e indicando que se trataba de una “novela española”. Supongo que sería, porque, en esa época, se veía a España como a un país muy exótico y muy distinto de lo que se podía ver, habitualmente, en la mayoría de los países de Europa.
Incluso, en la propia novela, se cita un viaje del personaje por Extremadura. Supongo que sería para darle aún más exotismo a la narración.
De hecho, rompe el esquema tradicional de la Literatura propia de la Ilustración, que se definía como tiempo, lugar y acción y pone las bases de la Literatura del Romanticismo, que saldrá a luz en el siguiente siglo.
Como ya he dicho, la novela narra acontecimientos de tipo sobrenatural y huye de la razón para afrontar la trama desde el misterio con el fin de entrar a fondo en la mente humana.
Según su autor, la imprudencia y la curiosidad es lo que hace caer al protagonista en las redes del Demonio. Sin embargo, el arrepentimiento es lo que hace posible que sea rescatado del Mal.
Es curioso, que algunos masones pensaron que él era uno de ellos, porque decían que había mencionado en esa obra algunos de los secretos tratados en sus logias.
En 1775, ingresó dentro de los llamados Illuminati, donde sorprendió a todos por su don profético. Hay que decir que esta sociedad fue fundada por un curioso personaje, llamado Adam Weisshaupt, nacido en Ingolstadt (Baviera). Se trataba de un tipo perteneciente a una familia de judíos conversos, el cual había sido formado en colegios jesuitas.
Esto no debería de sorprendernos, pues, aunque siempre se ha hablado del siglo XVIII como del siglo de la razón, también fue el siglo donde tuvieron su apogeo las logias masónicas y el cultivo del esoterismo.
Más tarde, nuestro personaje, entró dentro del movimiento Martinista, fundado por Claude Saint Martin, una especie de logia masónica derivada de los Illuminati, que se dedicaba, principalmente, a estudiar la Cábala.
Sin embargo, su espíritu conservador hizo que se fuera alejando de un movimiento cada vez más proclive a la Revolución Francesa.
Es posible que, como muchos otros, ingresara en esos movimientos, no por estar interesado en esos asuntos, sino para codearse con personajes de estamentos superiores a los que no tendría nunca acceso alguien que no perteneciera al mismo estamento. Tal y como hizo Mozart, que ingresó en la Masonería tradicional.
Se sabe que, en 1788, se unió a una tertulia de miembros de su movimiento. Parece ser que allí se estaba discutiendo sobre el momento en que tendría lugar la famosa Revolución Francesa, que llegaría un año después.
En una de esas sesiones,celebrada tras una cena en la masión del Príncipe de Beauvau, entró en trance y, después de profetizarles que todos llegarían a verla, les dijo: “Al grito de libertad y fraternidad, las cárceles se llenarán y caerán centenares de cabezas”. Vemos que se quedó
bastante corto en esta predicción. Se calcula que, durante la Revolución Francesa, fueron guillotinadas unas 15.000 personas.

También les dijo: “Ilustres filósofos, vuestros asesinos hablarán de Filosofía”. "...En ese momento, la Razón tendrá sus propios templos y, los únicos templos en Francia, en ese momento, serán los templos de la Razón...".
Según parece, la mayoría de los asistentes a esa reunión se tomaron a broma esa predicción de Cazotte. Es preciso decir que muchos de ellos eran personajes muy importantes de la Corte, incluidos algunos ministros del Gobierno francés.
Sin embargo, consiguió contener las risas de los comensales, cuando les fue pronosticando el fin que iba a tener cada uno de ellos.
Por lo visto, alguna de las damas dijo sentirse aliviada, porque había entendido que nadie se iba a meter con las mujeres. Por el contrario, también fue afectada por otra de las predicciones de nuestro personaje: "Te llevarán al patíbulo, junto con  otras muchas damas, en el carro del verdugo y con las manos atadas a la espalda".
Incluso, Cazotte, llegó a pronosticar su propia muerte en la guillotina, la cual se llevó a cabo a finales de septiembre de 1792.
Lo cierto es que acertó de pleno. Todos ellos murieron. Unos en la guillotina y otros un poco antes, debido a infartos o, incluso, a envenenamientos voluntarios en sus propias celdas.
Parta terminar, Cazotte, fue guillotinado en la Plaza del Carrusel, en París. Antes de morir, pronunció esta frase: “Muero como he vivido. Fiel a Dios y a mi Rey”.
Como alguien me dijo una vez: "Lo malo de los profetas es que suelen tener razón".
Influyó en autores posteriores, como ETA Hoffmnan, Nodier, Gerard de Nerval y T. Gautier. Por si alguien no lo sabe, Hoffmann, fue el autor del cuento “Cascanueces”, donde se inspiró el genial Chaikovski, para escribir el ballet del mismo nombre.
Espero que esta vez no me critiquen los que suelen decirme que escribo unos artículos demasiado largos.

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domingo, 3 de marzo de 2019

EL REY PEDRO II DE ARAGÓN


Hoy me apetece escribir sobre un monarca del que no se suele hablar mucho, pero que, según creo, tuvo una enorme importancia en la Historia.
Pedro II, llamado el Católico, nació en 1177, aunque otros dicen que fue al año siguiente, en la ciudad de Huesca.
Sus padres fueron el rey Alfonso II el Casto, rey de Aragón. No confundirlo con Alfonso II el Casto, rey de Asturias. Mientras que su madre fue Sancha de Castilla, hija de Alfonso VII de Castilla, llamado el Emperador y nieta de Urraca I.
Se crió en Huesca y, tras la muerte de su padre, acaecida cuando él tenía 17 ó 18 años, pasó a ser rey de Aragón, dentro de cuya Corona estaban los condados catalanes, como unos territorios más de la misma.
Sin embargo, dado que, en el testamento de su padre, se decía claramente que Pedro no podría ser rey hasta cumplir los 20 años, durante ese tiempo, la Corona estuvo bajo la regencia de su madre.
Es preciso distinguir entre Reino de Aragón, que era uno de los reinos que formaban la Corona de Aragón. Al igual que luego lo fueron otros como el de Valencia, el de Mallorca, el de Nápoles, etc. Sin embargo, Cataluña, nunca constituyó un núcleo unido, sino que estaba formado por diferentes condados y, por supuesto, jamás fue un reino. Ni, por supuesto, un Estado independiente, como muchos pretenden ahora.
Así que eso que se define ahora como “la Corona catalano-aragonesa” es algo absolutamente falso. Sólo es un invento moderno.
En septiembre de 1197, Pedro, convocó sus primeras Cortes en Daroca y allí juró los fueros y privilegios de Aragón y de sus otros territorios. Tras este acto protocolario, ya pudo empezar su reinado.
Siguiendo los consejos de su madre, continuó apoyando la política de Castilla y de su monarca, Alfonso VIII. Por ello, tuvo que enfrentarse más de una vez, con Alfonso IX de León y con Sancho VII de Navarra.
No obstante, propuso una unión de todos los reinos cristianos peninsulares para atajar el peligro de la invasión almohade, la cual, tenía la vista puesta en las ciudades de Talavera de la Reina y Toledo.
Hay que precisar que estos guerreros musulmanes eran realmente peligrosos e, incluso, consiguieron vencer al propio Alfonso VIII, en 1195, en la batalla de Alarcos. El cual no encontró la muerte en la misma, gracias a que sus nobles le obligaron a huir del campo de batalla.
Como ya he dicho anteriormente, ambos monarcas se enfrentaron a León y a Navarra. Sin embargo, en este último caso, prefirió pactar una tregua, ya que se hallaba acuciado por graves problemas económicos, pues se había erigido en protector de ciertos territorios al otro lado de los Pirineos. Así que aceptó que el rey de Navarra le pagara por no invadir su reino.
No hay que olvidar que una hermana de Pedro se había casado, en 1201, con Ramón VI, conde de Tolosa. Con lo que, teóricamente, se anulaba la tradicional rivalidad, en esa zona, entre las casas de Toulouse y Provenza.

Realmente, en ese momento, la política de la zona de Occitania (actualmente, el sur de Francia) era muy complicada, pues no sólo se daban los enfrentamientos entre los burgueses y los nobles, como en el resto de Europa, sino que también están juego otros intereses comerciales. Como el monopolio del comercio en la Provenza. Algo a lo que aspiraban Montpellier, Niza, Marsella, Toulouse y Barcelona. Todo ello, daba lugar a un cambio continuo de alianzas entre esas ciudades.
Aparte de que esos feudos ultrapirenaicos ya venían ofreciendo su vasallaje desde la época de Ramón Berenguer III, conde de Barcelona, por su matrimonio con Dulce de Provenza, se ampliaron con la llegada de Alfonso I el Batallador, rey de Aragón.
Por eso mismo, en 1204, Pedro II, tuvo que personarse en Provenza para arbitrar en el conflicto entre su hermano Alfonso y otro noble de la zona.
También, en ese mismo año, casó con María, hija del conde Montpellier, con ánimo de quedarse con ese señorío a la muerte de su suegro.
Posteriormente, se embarcó rumbo a Italia, donde pretendía ser coronado por el propio Papa Inocencio III, al que dediqué otro de mis artículos.
Así que a finales de 1204 fue coronado por el Papa, poniendo sus reinos bajo la protección del Pontífice y comprometiéndose a pagar un fuerte tributo anual.
Para afrontar la mala situación económica, a este tributo añadió otro, llamado monedaje, que gravaba los bienes inmuebles. Lógicamente, esto molestó mucho a los nobles, que eran los máximos poseedores de la mayoría de los inmuebles del reino.

Ya sabemos que, en esa época, los nobles estaban casi eximidos de pagar impuestos. Así que se unieron para presionar al rey y que les redujera considerablemente la cantidad a pagar por ese nuevo tributo.
En 1211, Alfonso VIII, envió al arzobispo de Toledo Ximénez de Rada a Roma con la misión de convencer al Papa Inocencio III para que emitiera una bula, proclamando una cruzada contra los almohades.
Lo cierto es que tuvo éxito y volvió con la misma, aunque costó bastante convencer a Sancho VII, rey de navarra, para que se uniera a esta empresa, pues estaba enemistado con el monarca castellano, sin embargo, había mantenido buenas relaciones con los almohades. No obstante, gracias a las amenazas del Papa, se unió a la misma.
En la primavera de 1212, se reunió en Toledo un fuerte contingente compuesto por tropas de los reinos de Castilla, Aragón y Navarra. Así como caballeros de las órdenes de Santiago, Calatrava, Alcántara y Malta. Aparte de ello, también vinieron caballeros franceses y de otros reinos europeos.
Sin embargo, los reyes de León y de Portugal hicieron caso omiso a la llamada papal. En el primer caso, Alfonso IX, seguía enemistado con Alfonso VIII, a pesar de que era su suegro, y se
 fue a su residencia veraniega de Babia.
Por el camino, hubo fuertes discusiones con los caballeros extranjeros, pues sólo pensaban en saquear y no era eso lo que se les había ordenado. Así que la mayoría de ellos optó por darse la vuelta y volver a sus reinos.
No obstante, el 16 de julio de 1212, el ejército cruzado se enfrentó con las tropas almohades, que les superaban en número, en las Navas de Tolosa. Un lugar cercano al pueblo de Santa Elena (Jaén).
El resultado fue una enorme victoria de las fuerzas cristianas. La fecha de esta batalla es considerada como memorable, ya que, marca un antes y un después. Tras ella, se aceleró considerablemente la Reconquista de la Península Ibérica.
Desde hacía unos 10 años, el Papa, estaba muy preocupado por el crecimiento de la herejía albigense en el territorio del Languedoc, el actual sur de Francia. Aún no se había creado la nefasta Inquisición. Así que la Iglesia sólo podía intentar convencerles para que regresaran a la misma.
De hecho, desde 1183, en que el Papa había firmado con el Imperio la Paz de Constanza, tuvo las manos libres para dedicarse a los cátaros, que estaban creciendo mucho por esa zona.
En 1179, tuvo lugar el Concilio de Letrán, donde se prohibió defender a los herejes y comerciar con ellos, pues se suponía que los mercaderes extendían esa doctrina.
Por supuesto, durante la ceremonia de coronación de Pedro II, el Papa, le recordó su obligación de combatir contra esos herejes.
En 1207, Pedro de Castelnau, legado del Pontífice, se enfrentó con Ramón, conde de Tolosa, para intentar que devolviese los bienes eclesiásticos que éste había incautado para entregarlos a los albigenses. Ante la negativa del conde, el legado procedió a excomulgarlo. Inmediatamente después, un caballero del conde, asesinó al legado papal.
Esto hizo que el Papa reaccionara, convocando una cruzada contra los albigenses, la cual se organizó en 1209, poniendo al mando de la misma a Simón de Montfort.
De esta manera, Pedro II, quedaba en una posición muy desagradable. Por un lado, tenía que defender a sus vasallos del Languedoc. Por otra, no quería enfrentarse a los cruzados, por ser, a la vez, vasallo del Papa.
De hecho, en 1209, envió a unos emisarios para intentar convencer al Papa a fin de que las tropas de Montfort no entraran en el condado de Tolosa, pero no consiguieron nada.
Simón de Montfort, que ya tenía fama de carnicero, se comportó como tal y fue dejando una estela de muerte por donde iba pasando.
Realmente, Simón, no buscaba sólo guerrear contra los albigenses, también llamados cátaros, sino también apropiarse de los territorios de los nobles que hubieran abrazado esa herejía.
Es más, el propio Pedro II, habló con Montfort, llegando a cederle a su hijo Jaime, el cual se comprometió a casarlo con una hija de Simón, a fin de que terminaran las masacres. Pero Simón no respetó el acuerdo, aunque retuvo a Jaime en calidad de rehén.
Así que a Pedro no le quedó otra que combatir contra los cruzados. El 11/09/1213, cercó el castillo de Muret, que había sido ocupado por las tropas de Simón. Éste, al conocer la noticia, movilizó a su ejército, trasladándolo a esa ciudad.
Dado que su contingente era mucho mayor que el de nuestro protagonista, consiguió rodearle y, tras un combate que no duró mucho, el ejército aragonés fue vencido, dejando muchos muertos en el campo de batalla. Entre ellos, el del propio rey. Sus restos fueron trasladados hasta el Monasterio de Sijena, por caballeros de la Orden Hospitalaria.
De esa manera, Aragón, perdió la mayoría de sus dominios al otro lado de los Pirineos, siendo Simón de Montfort el que se hizo con muchos de ellos, tras el acuerdo del Concilio de Montpellier, en 1215.
Pedro II, que era muy mujeriego, se quiso divorciar de su esposa para casarse con otra, pero el Papa Inocencio III se lo impidió.
Se cuenta la anécdota de que, en cierta ocasión, se había encaprichado de una joven. Sin embargo, su propio consejero, Guillermo de Alcalá y su esposa prepararon una estratagema.
Una noche, éste llevó a oscuras al rey hasta un dormitorio donde le dijo que le esperaba esa dama. 
Tras acostarse el rey con ella, a la mañana siguiente, pudo comprobar que había yacido con su propia esposa. Fruto de esa estratagema fue que, en 1307, naciera el príncipe Jaime, el futuro Jaime I el Conquistador. Uno de los mejores reyes de la Historia de España.
Como no quiero que os vayáis con mal sabor de boca, en esto como en las películas, los malos nunca ganan.
Simón de Montfort siguió guerreando y acaparando títulos, como los de Conde de Tolosa, vizconde Béziers y duque de Narbona.
Sin embargo, pronto se enfrentó con Arnaldo Amalric, legado papal y abad cisterciense, que, curiosamente, combatió junto a Pedro II en Las Navas de Tolosa. De hecho, fue enviado por Inocencio III para que convenciera a Sancho VII a fin de que participara en esa batalla.
Parece ser que Montfort pretendía incautar todas las riquezas del ducado de Narbona. Sin embargo, Amalric se opuso a ello. Incluso, pidió que el Papa le quitara el condado de Tolosa.
De esa manera, ante la insistencia de Montfort, Amalric, se vio obligado a excomulgarle. Lo que era un castigo muy duro en esa época. Sin embargo, el rey de Francia aceptó el vasallaje de Montfort y dio validez a sus conquistas realizadas durante esa cruzada.
Incluso, se atribuye a Amalric aquella nefasta frase. Cuando, tras haber conquistado la ciudad de Béziers, uno de los jefes de los cruzados, le preguntó cómo distinguirían a los herejes de los que no lo eran, parece que ser que él le dijo: “Matadlos a todos. ¡Dios reconocerá a los suyos!”. Acabó como abad general de toda la Orden Cisterciense.
Sin embargo, en 1218, cuando Montfort se hallaba sitiando la ciudad de Toulouse, que se había rebelado contra él, fue alcanzado por una roca, lanzada desde una catapulta, manejada por unas mujeres, y ubicada en la muralla de esa ciudad. Esto le aplastó la cabeza, produciéndole la muerte de manera instantánea.

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