martes, 28 de febrero de 2017

EL MUY OBEDIENTE MARISCAL GROUCHY



Seguramente, todos habréis tenido cierta experiencia laboral. Supongo que os habréis dado cuenta que, en muchos sitios, lo que más agrada a los jefes no es que sus subordinados trabajen mucho y bien.
Realmente, no es así. Lo que de verdad les gusta es tener una especie de “siervos”, que les hagan constantemente la pelota y, sobre todo, que no hagan nada, si no se lo han ordenado antes.
Aunque parezca mentira, el Ejército francés, es, por tradición, uno de los que  exigen una mayor disciplina a sus miembros. De hecho, se comenta que en las dos guerras mundiales y, sobre todo, en la primera de ellas, era algo en lo que incidían mucho sus mandos.
Parece ser que había una especie de ley no escrita, que decía que un soldado francés tenía que temer más a sus mandos que al propio enemigo. A lo mejor, por eso mismo, los oficiales franceses fusilaron a muchos de sus propios soldados.
En esta ocasión, voy a hablar de un personaje, que, por lo que se ve, tenía que pedir permiso a su jefe hasta para ir al baño.
Emmanuel de Grouchy nació en París en 1766, en el seno de una familia noble de origen normando. Su padre fue el primer marqués de Grouchy.
Curiosamente, las malas lenguas decían que, como su abuela fue amante de Luis XV, es muy posible que su padre fuera hijo ilegítimo de ese monarca.
Parece ser que su madre, Gilberte Freteau de Peny le daba un aporte intelectual a la familia. Tenía en su casa uno de esos salones, donde se reunía la gente que tuviera alguna inquietud cultural.
Posiblemente, por eso, su hermana Sophie, que llegó a ser una gran pensadora feminista, se casó con el famoso matemático, filósofo y político, Nicolás de Condorcet. Mientras que su otra hermana, Charlotte, lo hizo con el médico y político Pierre Cabanis.
Sin embargo, en el caso de nuestro personaje, no creo que todo eso le valiera para nada. Así que ingresó muy jovencito en el Ejército.
Con sólo 13 años ingresó en un regimiento de Artillería, sito en Estrasburgo. Dos años después, fue trasladado a la Caballería, donde ya militaría toda su vida.
Cuando cumplió 20 años, ya era capitán e ingresó en una unidad de caballería escocesa, perteneciente a la Guardia Real de Francia. Al entrar en ese cuerpo, fue ascendido a teniente coronel.
Evidentemente, para estar en esa unidad había que ser un noble. Sin embargo, como, en 1789, confesó sus preferencias por el régimen republicano, fue trasladado a otra unidad, lejos de los monarcas.
Supongo que ese amor a la República, cuando llegó ésta,  le valió otro ascenso a coronel y el mando de unidades de caballería en la zona sur del país, durante las Guerras de la Convención, estando a las órdenes del famoso general La Fayette.
También hizo un buen papel en la defensa de Nantes, durante la guerra de la Vendée, de la cual ya escribí hace tiempo en otro artículo. Ahí estuvo bajo el mando del general Hoche.
No obstante, como Robespierre y sus seguidores, veían traidores por todas partes, Grouchy, al formar parte de la nobleza, fue expulsado del Ejército. Así que tuvo que esperar a la caída del “Insobornable”, en 1794, para volver a la vida militar.
Posteriormente, también luchó durante el episodio del desembarco de los monárquicos exiliados en la playa de Quiberon. Hace tiempo,  escribí otro artículo sobre este hecho.

Como general, intervino en las guerras de Italia y fue herido en varias ocasiones, siendo condecorado por ello.
Incluso, en 1799, luchó en la batalla de Novi, en el Piamonte, contra austriacos y rusos. Allí, los franceses, resultaron derrotados y Grouchy,  fue capturado por los rusos. Llegando a estar casi un año en poder de éstos.
No estuvo conforme con el golpe de Estado que dio Napoleón, en Brumario, para quedarse como cónsul único. Sin embargo, más tarde, Napoleón le exigió que le jurara lealtad y lo hizo. Desde entonces, siempre le fue fiel. Este es un dato que retrata a este personaje.
Posteriormente, combatió heroicamente en la actual Alemania. Siendo herido de gravedad en la batalla de Eylau.
También estuvo en otros frentes, como Austria, Prusia, Polonia, Italia, España. Siempre al mando de unidades de caballería.
Precisamente, le pilló el Dos de Mayo de 1808 en Madrid.
Estaba alojado en la casa de un noble, en la plaza del Ángel, muy cerca de la Puerta del Sol, cuando se produjo la mayor refriega entre los franceses y los españoles.
Posteriormente, fue nombrado gobernador de Madrid y tuvo que reprimir esas revueltas populares.
En la campaña de Rusia fue nombrado jefe del III Cuerpo de Caballería y, ya en Moscú, le fue encomendada la jefatura de la escolta de Napoleón, llamada, popularmente, “El escuadrón sagrado”  compuesta, exclusivamente, por oficiales de alta graduación. Está muy claro que el emperador conocía quiénes eran sus militares más leales.
Lógicamente, también participó en la dramática retirada de las fuerzas napoleónicas del territorio ruso.
Con el regreso de la monarquía, en la persona de Luis XVIII, no se le perdonó que hubiera apoyado a Napoleón, a pesar de su origen noble. Así que tuvo que abandonar el Ejército.
Tras el regreso del emperador de la isla de Elba, volvió al servicio activo, dentro de las fuerzas imperiales. Se le encomendó el mando de las fuerzas de reserva de Caballería y derrotó en el sur de Francia a las tropas del duque de Angulema.
Posteriormente, se unió a las tropas de Napoleón, para enfrentarse a las fuerzas de la Séptima Coalición, que se había formado urgentemente, a petición del Congreso de Viena. 
Fue todo tan rápido que el mismo general Wellington tuvo que abandonar un baile en Bruselas, para ponerse al frente de sus tropas.
El emperador hizo avanzar sus fuerzas en forma de Y griega, hacia Bélgica. 
Uno de los brazos de la misma estaba al mando del mariscal Ney y el otro, al mando de Grouchy.
Antes de que comenzara la batalla de Waterloo, Napoleón, vio muy claro que la clave de la victoria estaba en que no se unieran las fuerzas aliadas de los británicos con las de los prusianos. 
Así que le dio una orden muy clara a Grouchy, tenía que perseguir a las fuerzas del general prusiano von Blücher para desviarlos del lugar del enfrentamiento a fin de que no intervinieran en la batalla.
Entre el 18 y el 19 de junio de 1815, los franceses y los prusianos jugaron a perseguirse, como un gato y un ratón.
Antes del comienzo de la batalla de Waterloo, las fuerzas de Grouchy se enfrentaron a tropas prusianas en Ligny, venciendo los galos.
Sin embargo, Wellington, vio claro que iba a necesitar muy pronto esas fuerzas prusianas. Así que pidió que volvieran con refuerzos. Hasta entonces, se dedicó a defenderse de los ataques franceses. Este general británico se hizo famoso por lo bien que sabía defenderse, porque casi nunca tomaba la iniciativa a la hora de atacar.
Además, tuvo la habilidad de elegir las mejores posiciones para la batalla. Parece ser que ya había explorado ese terreno, anteriormente.
Lo que hizo von Blücher fue encargar al general von Thielmann que distrajera a las fuerzas francesas, mientras él llevaba el grueso del ejército para socorrer a Wellington.
Pronto, los franceses, comenzaron a escuchar el ruido de los cañonazos en la lejanía. Estaba muy claro que la gran batalla había comenzado.
Varios de sus oficiales fueron a hablar con Grouchy y allí se dieron cuenta de que su jefe era un hombre tremendamente disciplinado, pero que carecía de iniciativa.
Ciertamente, era un tipo valiente, pero nunca fue un temerario, como Murat, ni un inconsciente, como Ney. No obstante, había recibido 19 heridas a lo largo de su vida militar.
Napoleón le había estado enviando correos en los que le pedía que no perdiera de vista a los prusianos y los mantuviera alejados de la batalla. No obstante, cuando perdió el contacto con el emperador, no se le ocurrió obrar por su cuenta, sino que siguió haciendo lo mismo.
Habría que decir, en su descargo, que el emperador, le había enviado algunas órdenes claramente contradictorias.
Sus oficiales, entre ellos, el famoso mariscal Gerard, fueron a pedirle que les dejara ir a la batalla. Sin embargo, Grouchy, se negó a ello, argumentando que no había recibido ninguna contraorden del emperador y seguiría persiguiendo a los prusianos.
Curiosamente, Napoleón, era un militar que siempre había fomentado que sus mandos utilizaran la iniciativa propia para solventar estos problemas, durante el combate. Lo cierto es que esta vez no disponía de sus mejores generales. Muchos de ellos estaban ya jubilados o no quisieron unirse a sus tropas.
Sin embargo, los prusianos, consiguieron darle esquinazo a
Grouchy. Dieron la vuelta y, cuando Napoleón, ya veía la batalla como ganada, se presentaron en la misma.
Al mismo tiempo, el bueno de Grouchy, que se hallaba a pocos kilómetros del lugar de la batalla, ni siquiera se le ocurrió acercarse a la misma, porque nadie se lo había ordenado. Continuó buscando por todas partes a los prusianos, sin sospechar que ya habían acudido a la batalla.
Napoleón siempre tuvo muy claro que, si Grouchy hubiera acudido con sus tropas, la victoria hubiera estado del lado francés, pero, según dijo no se presentó allí “no porque él haya tenido la intención de traicionarme, sino porque le faltaba energía”.
Parece ser que Napoleón era un tipo que sabía mover muy bien a sus tropas.
A pesar de que la mayoría de sus fuerzas siempre habían estado compuestas por franceses, para quedar bien con ellos, en muchas batallas, no dudó en desplegar en la vanguardia a los voluntarios extranjeros que se había unido a sus tropas.

En la campaña de Rusia, de las 300.000 bajas que tuvo su ejército,
sólo un 10% de ellos eran franceses. Supongo que era una forma de quedar bien con sus conciudadanos y de ganarse su apoyo. Además, parece ser que nunca se fio demasiado de los voluntarios extranjeros.
Precisamente, alguno de los generales extranjeros, que habían estado bajo su mando, ahora estaban en   el bando de Wellington.

Volviendo a nuestro personaje de hoy, hay que decir que los prusianos se enfrentaron con una fuerza de unos 17.000 hombres contra las tropas de Grouchy, que les doblaban en número. 
El enfrentamiento, llamado, posteriormente, batalla de Wavre, quedó en tablas, pero duró el tiempo suficiente para que el grueso de las fuerzas prusianas se pudiera incorporar a Waterloo.
Cuando Grouchy, a la mañana siguiente,  se enteró de su tremendo error, sólo hizo una cosa correcta, retirarse ordenadamente y conducir sus tropas hacia París. Fue toda una hazaña, pues consiguió zafarse de todas las tropas enemigas y no perdió ni un solo hombre.
De todas formas, según parece, en esa batalla se batieron todos los records de la improvisación.
Napoleón se presentó al mando de sus tropas en un estado físico deplorable. Padecía cistitis y hemorroides, que se habían agravado al cabalgar durante varias horas y no le habían dejado dormir.
No era muy mayor, pues sólo tenía 46 años. Unos meses más que su oponente, Wellington. Sin embargo, en el caso de von Blücher, ya había cumplido los 72, aunque poseía un envidiable buen estado físico y no le importaba combatir junto a sus tropas.
El mariscal Ney, viendo que Napoleón no estaba en plena forma, quiso pensar por su cuenta. Así que, como le pareció que Wellington había ordenado retroceder a sus tropas, no se le ocurrió otra cosa que ordenar una carga con todas las unidades de caballería. Al llegar a la cima de la colina, estos miles de jinetes, se encontraron con los británicos, que habían formado en cuadros, matando a muchos franceses y dejando a Bonaparte sin caballería.
Incluso, un militar británico, el teniente general Thomas Picton, que había perdido su equipaje, fue al combate, encabezando sus tropas de infantería, vestido de civil y “armado” con un ridículo paraguas, en lugar del correspondiente sable. No hará falta decir que se lo cargaron a la primera. No obstante, algunas malas lenguas dicen que podría haber recibido un disparo de sus propias tropas, pues era muy odiado por sus soldados.
De todas formas, eso debería de ser normal entre los oficiales británicos,
porque Wellington siempre hablaba muy mal de las tropas que tenía bajo su mando.
Por el contrario, Napoleón y sus oficiales mimaban a sus tropas y
siempre ascendían a sus soldados sólo por sus méritos en combate y no por su cuna. Solía decir que “todo soldado francés lleva en su mochila el bastón de mariscal”. Era cuestión de ganárselo a pulso.
Curiosamente,  el mismo general Cambronne, jefe de la famosa Guardia Imperial francesa, que no quiso rendirse a los aliados,  casó con una dama británica, unos años más tarde.
Tras el destierro de Napoleón a Santa Elena, Grouchy, fue mal visto por todos sus antiguos compañeros. Incluso, se le acusó de traición, para intentar enfrentarle a un consejo de guerra y condenarle a muerte, pero no se llevó a cabo.
Por si acaso, como otros muchos bonapartistas, tomó el camino del exilio hacia América, donde vivió varios años. De hecho, figuraba en la lista de los traidores que elaboró el ministro Fouché y se la presentó a Luis XVIII.
Con él,  viajaron sus dos hijos, Alphonse y Víctor, que también eran militares. Los tres llegaron a Baltimore a comienzos  de 1816. Para no ser reconocido, nuestro personaje utilizó documentación falsa a nombre de Charles Gauthier.
En 1818, el general Gourgaud, que había acompañado a Napoleón al exilio en Santa Elena, publicó una obra llamada “La campaña de 1815”. En ella, su autor, criticaba duramente la actuación de Grouchy en Waterloo. 
Poco más tarde, nuestro personaje le contestó con otra obra “Observaciones sobre la campaña de 1815”, donde rebatía todo lo dicho por el anterior. Posteriormente, publicó varios escritos más, donde intentaba explicar su comportamiento en Waterloo.
En 1821, fue amnistiado y volvió a Francia, aunque tuvo que seguir aguantando que le consideraran como el culpable de la derrota en Waterloo.
En 1830, el rey Luis Felipe, le restauró sus rangos de mariscal y de par de Francia. Algo que no gustó a muchos de sus antiguos compañeros.
Hasta el propio escritor austriaco, Stephan Zweig, en su obra “Momentos estelares de la Humanidad”, le echa toda la culpa a Grouchy de la derrota de Napoleón en Waterloo.
Sin embargo, yo pienso que Ney también tuvo una gran parte de culpa, al cargar con toda la caballería francesa contra los cuadros británicos. Fracasó en el intento y, de paso, Napoleón, le echó una gran bronca, porque, prácticamente, se quedó sin jinetes para oponer a los  de los aliados.
Lo cierto es que las fuerzas de los aliados eran mucho más numerosas que las de Napoleón. 
La única posibilidad que tenían, para poder alcanzar la victoria, era enfrentarse primero a uno y luego a otro. 
Eso lo sabía perfectamente Bonaparte y, por ello, le encargó a su fiel mariscal Grouchy que alejara a los prusianos de la batalla.
Lo que no llegó a saber nuestro personaje es que los prusianos dividieron sus fuerzas en dos.
Así, dejaron una pequeña parte de las mismas para entretener a Grouchy, mientras que el grueso del Ejército dio la vuelta y se presentó a tiempo en la batalla.
Si Grouchy hubiera dejado de perseguir a los prusianos, éstos se hubieran presentado, al completo, en la batalla, y, al ser más que las tropas francesas, también les hubieran vencido.
Aunque parezca mentira, el único que nunca le culpó de nada fue el propio Napoleón. 
Él sabía perfectamente que Grouchy se había portado de la manera en que él le había enseñado y nunca había dejado de serle fiel. Es lo que tiene hacer prevalecer la disciplina por encima de la razón, algo que en España nunca podremos entender. 
No se puede exigir a una persona que deje de pensar por su cuenta y luego echarle en cara que no lo haya hecho.
Muy a pesar de la gente que pedía su cabeza, el mariscal Grouchy, murió plácidamente en 1847, a la edad de 80 años, en una ciudad cercana a los Alpes. 
Además, su cadáver fue enterrado en el famoso cementerio parisino de Père Lachaise.


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martes, 14 de febrero de 2017

EL REINADO DE PEDRO I EL CRUEL



Como parece que a mis lectores les ha gustado bastante el ciclo dedicado a los reyes de Castilla y León, voy a prolongarlo un poco más.
Esta vez, le va a tocar el turno a un rey sobre el que todavía no se han puesto de acuerdo para calificarlo. En su momento, unos le llamaron el cruel, mientras que sus partidarios le apodaron el justiciero. Me estoy refiriendo al rey Pedro I de Castilla y León.
Conviene no confundirlo con el rey Pedro I el Cruel, rey de Portugal y tío del personaje al que voy a dedicar el artículo de hoy.
Por si no os suena mucho, el rey Pedro I de Portugal, fue aquel que se enamoró de Inés de Castro y la nombró su esposa y reina, después de muerta. Un episodio bastante truculento de la Historia de Portugal.
Nuestro personaje fue el único hijo, que llegó a la edad adulta, fruto del matrimonio entre Alfonso XI de Castilla y María de Portugal.
Sin embargo, Alfonso XI, llegó a tener nada menos que 10 hijos de su relación con su amante Leonor de Guzmán. Este dato es muy importante para poder comprender lo que ocurrió después.
Como ya mencioné en el artículo dedicado a ese monarca, prometía mucho, consiguió mantener a raya a los nobles  y se tomó muy en serio la Reconquista. Hasta creó un nuevo impuesto para poder conquistar el último reducto musulmán de la Península Ibérica, el reino de Granada.
Desgraciadamente, alrededor de 1348, llegó a España la famosa epidemia de la Peste Negra, la cual llenó la península de cadáveres. Todavía, hoy en día, se recuerda este episodio en algunos pueblos de la zona de Cataluña.
Una enfermedad que no perdonó a nadie, por muy importante que fuera el difunto. Así que a este rey le pilló en 1350, con sólo 38 años, durante el asedio a la ciudad de Gibraltar, que estaba en poder de los musulmanes.
Parece ser que esta enfermedad se originó en Asia. Más tarde, cuando los mongoles asediaron una colonia genovesa, llamada actualmente Fedosia y situada en la zona de Crimea, contagiaron a los defensores de la misma.
Según dicen, los mongoles, colocaron los cadáveres de sus soldados, que habían muerto a causa de esta enfermedad, dentro de las catapultas y los lanzaron al interior de esa colonia. Dicen que así se produjo el contagio. No obstante, no todos los especialistas tienen claro que fuera así.
Posteriormente, algunos de los sitiados que lograron escapar de esa ciudad por barco, ya venían contagiados, y fueron contagiando a los habitantes de los puertos, donde iban atracando.
La infección se propagó y afectó a toda Europa, muriendo, más o menos, la mitad de sus habitantes. Parece ser que el contagio lo realizaban los piojos.
Es posible que lo que agravara esta enfermedad es que, desde 1315, Europa venía sufriendo una gran hambruna, debida a un cambio climático, de origen desconocido, y agravada en 1347. Lo que trajo malas cosechas y hambre generalizada. Eso hizo que la gente estuviera en un estado de salud más débil de lo normal.
Por alguna razón, el invierno fue realmente duro, mientras que en primavera y verano, arreciaron las lluvias y destrozaron la mayoría de las pocas plantas que habían conseguido brotar.
De esa forma, se generalizó una anarquía total. La cosecha de cereales,  tradicionalmente, se divide en tres partes.
Una de ellas es para la comida. Otra para sembrarla y que de ahí surja la nueva cosecha. Mientras que la última suele servir de comida a los animales domésticos.
Sin embargo, al haber tan poco grano, la gente consumió casi toda la producción de cereal, provocando una gran escasez de semillas para el siguiente año. Aparte del consiguiente alza de los precios.
Curiosamente, un fraile catalán escribió que el verdadero motivo de que se produjeran tantas muertes, desde la llegada de la Peste Negra, fue que, durante la hambruna de 1333, los consejeros catalanes habían especulado mucho con el precio de los alimentos y la gente había pasado mucha hambre.
Lógicamente, aun así, no hubo para todos. De esa forma, se produjeron casos de abandono de niños, como se narra en algunos cuentos infantiles del centro de Europa, incluso de canibalismo.
Además,  se multiplicaron los asaltantes en los caminos. Así que nadie podía viajar, si no era acompañado por una fuerte escolta.
También en esa época se dieron muchos casos de asaltos a los barrios judíos, porque algunos religiosos aprovecharon para echarles la culpa de lo que estaba pasando.
Por ese mismo motivo, descendió mucho la religiosidad de la gente, al ver que sus rezos no estaban sirviendo para nada. También se cree que en ese momento surgieron otros tipos de religiosidad, que la Iglesia Católica llamó herejías.
También esto provocó que mucha gente desoyera las órdenes del rey, pues, en su opinión, estaba administrando su reino de una manera muy deficiente y de esto sacaron tajada algunos nobles, que acapararon el grano y se incrementó su poder frente al monarca.
Así que, por estos motivos, no sólo disminuyó mucho la población, sino que el ritmo de crecimiento de la misma no volvió a esas cifras, prácticamente, hasta el siglo XIX.
Volviendo a nuestro personaje de hoy, hay que decir que la muerte de su padre cambió por completo la vida de Pedro y de su madre. Hasta entonces, los dos habían vivido casi recluidos en el Alcázar de Sevilla, muy alejados de la corte real. Apenas recibían visitas, pues todos los nobles intuían que la verdadera reina era Leonor de Guzmán.
Lo cierto es que, tras el fallecimiento de su padre, todas las miradas de la corte convergieron en el indiscutible heredero de Alfonso XI, que era su hijo Pedro, nacido de su matrimonio con María de Portugal y que sólo tenía 16 años.
No obstante, como dije en un principio, había muchos candidatos para ese trono. De los 10 hijos que tuvo su padre con su amante, sobrevivieron nada menos que 8, lo cual no está nada mal para esa época.
También estaban al acecho sus primos aragoneses, Fernando y Juan, a los cuales se los había traído su madre, Leonor de Castilla, huyendo del nuevo rey de Aragón, su hijastro, Pedro IV el Ceremonioso.
María se tomó cumplida venganza. Mandó que capturaran a Leonor de Guzmán, a la que detuvieron en Carmona y la fue pasando de una cárcel a otra. Hasta que, en 1351, la envió a un castillo en Talavera de la Reina, donde ordenó que fuera asesinada.
Para colmo, Pedro I, sufrió una grave enfermedad, que muchos temieron que lo podría llevar a la tumba. Así que algunos de esos candidatos se pusieron a hacer planes, para el caso de que les tocara reinar.
Afortunadamente, el rey se curó y, siguiendo los consejos de su madre, nombró a un noble llamado Juan Alfonso de Alburquerque, para gobernar el reino.
Ese gobernante nunca fue muy popular, porque administraba el poder de una forma muy despótica. Eso dio lugar a varias insurrecciones, que el monarca tuvo que ir apagando a sangre y fuego. Sin embargo, otros dicen que fue el que puso orden en el reino, aunque utilizara unos métodos muy expeditivos.
También le consiguió una esposa al rey. La elegida por él y por la reina fue Blanca de Borbón, que tenía unos 15 años y su familia había asegurado que aportaría una buena dote.
Lo cierto es que, por entonces, el rey,  había conocido a una joven llamada María de Padilla y se enamoró locamente de ella. Precisamente, fue Alburquerque el que se la presentó.
La conocía porque había sido educada en la casa de su esposa, Isabel de Meneses. La chica, a pesar de pertenecer a una noble familia, ésta se había visto arruinada a causa de las constantes guerras, que ensangrentaron el territorio de Castilla.
Blanca tardó mucho en llegar. Así que cuando apareció por la corte, María, ya estaba esperando un hijo del rey. Luego vendrían tres más.
La esposa francesa había llegado en el peor momento. Además, ni siquiera le acompañaba la dote prometida. Así que el rey se aburrió pronto de ella. La encerró en el Alcázar de Toledo y, cuando consiguió que se anulara su matrimonio, ordenó que la mataran.
Todo esto, trajo cambios en la corte. Alburquerque se exilió en Portugal, para que no le pillara la ira del rey, porque le traicionó, aliándose con los seguidores de Enrique. Incluso, se cree que murió envenenado por orden del monarca.
Lo cierto es que, en un principio, tanto Enrique como Fadrique, estuvieron al servicio de Pedro I y éste los destinó a cuidar la frontera con Portugal. Cuando se exilió Alburquerque, los atrajo a su bando y, a su muerte, Enrique encabezó la sublevación contra su hermanastro.
Mientras tanto, un grupo de familiares de María, como los Guzmán, ascendieron en la corte. Uno de esos beneficiados fue Juan Fernández de Hinestrosa, tío de María.
Posteriormente, el rey se encaprichó de una joven viuda llamada Juana de Castro, la cual no quiso cuentas con el rey sin pasar antes por el altar. Así que se casaron y, poco después, el rey se cansó de ella y la dejó plantada.
Eso no hizo ninguna gracia a su familia. Así que se unieron a un grupo, cada vez más numeroso, de nobles descontentos con el monarca.
Poco después, se rebelaron contra él y comenzó una guerra civil. Consiguió escapar, pero luego sitió la ciudad de Toro y, tras haberse rendido, mató a la mayoría de sus defensores. En esa época fue cuando empezaron a llamarle “el cruel”.
Al haber anulado su matrimonio con Blanca, hizo que rompiera sus lazos con Francia, para aliarse con Inglaterra. No hay que olvidar que estamos en medio de la famosa Guerra de los Cien Años.
Pedro consiguió atraerse a los burgueses, a los judíos y al pueblo, en general. Mientras que su hermanastro, Enrique, tuvo el apoyo de Aragón y la nobleza castellana.
Siempre había existido mucha rivalidad entre Castilla y Aragón. Ahora, al frente de ambos reinos, había unos monarcas a los que no les importaba dirimir sus diferencias mediante una guerra, aunque murieran miles de personas.
A Pedro IV el Ceremonioso le interesaba que en Castilla reinaran los Trastámara, que eran más afines a él. También cambió su tradicional sistema de alianzas. Como Castilla se había aliado con Inglaterra, Aragón, se alió con su tradicional oponente, que era Francia.
Realmente, todo eso no eran más que simples excusas. Lo que verdaderamente molestaba en Aragón era que la flota castellana les hiciera la competencia en el Mediterráneo y más aún, porque se había aliado con el habitual enemigo de los aragoneses, Génova.
Otra buena noticia para el rey castellano, fue que a la muerte de Alfonso IV de Portugal, le sucedió en el trono su hijo Pedro I de Portugal, que también era tío de nuestro personaje. Así que obtuvo su apoyo.
Los Trastámara y el monarca aragonés también se dedicaron a alborotar a los castellanos en diversos lugares del reino. Por ello, Pedro I, tuvo que dirigirse a Andalucía a fin de sofocar una de estas rebeliones.
Precisamente, cuando se hallaba en Sevilla, mandó llamar a Fadrique de Trastámara, un hermano gemelo del futuro Enrique II de Castilla. Hasta ahora habían tenido buenas relaciones, pues le había rendido vasallaje al monarca. Sin embargo, éste se había enterado de que Fadrique le había traicionado, aliándose con Alburquerque, para organizar un complot contra él.  Así que ordenó que lo mataran. Incluso, algunos autores afirman que el propio rey le dio muerte, dándole varios golpes de maza en la cabeza.
A partir de entonces, se dedicó a exterminar a todos los que, según creía, estaban confabulando contra él. Así, mandó asesinar a Juan, hermano de Fadrique; a Leonor de Castilla, madre de los infantes de Aragón; a la esposa de Tello, otro de los hermanos de Fadrique; a Juan y Pedro, los infantes de Aragón, hijos de Alfonso IV y de Leonor.
También eliminó a casi todos los miembros de la, anteriormente, muy influyente familia de los Lara. Parece ser que no mató a más gente, porque, en varias ocasiones, lo paró María de Padilla.
No sé si también atemorizó al arzobispo de Toledo, lo cierto es que consiguió que éste anulara sus dos matrimonios, aunque  el segundo de ellos le diera un hijo.
No es que este monarca fuera especialmente violento. Esta era la manera habitual, que utilizaban los reyes de esa época, para reprimir estas revueltas.
Más adelante, tuvo lugar la batalla de Nájera, donde las fuerzas de Pedro alcanzaron una importante victoria sobre las de su hermanastro Enrique, aliado de Pedro IV el Ceremonioso.
Así que el rey aragonés, por separado, en 1361, firmó la paz de Terrer con Pedro I, donde se le exigió que no volviera a apoyar a Enrique y sus hermanos.
Desgraciadamente, ese mismo año, falleció María de Padilla, con sólo 28 años. Se desconoce la causa de su fallecimiento. A su muerte, el rey reunió a las Cortes y afirmó que se había casado en secreto con ella y que sus hijos eran legítimos. Así que consiguió que la proclamaran reina y que los descendientes de ambos fueran los legítimos herederos al trono. Por eso, fue enterrada en la Capilla de los Reyes, en la catedral de Sevilla. A ver quién se podía atrever a negarle algo a este hombre. Este episodio me recuerda al de Inés de Castro.
En 1362, la guerra pasó a ser internacional, pues Enrique contrató a unos mercenarios franceses, llamados las Compañías Blancas, al mando de Bertran Du Guesclin. Mientras que Pedro hizo venir a un ejército inglés, al mando de Eduardo de Gales. Llamado el Príncipe Negro, por el color de su armadura.
Además, consiguió que Carlos II el malo, rey de Navarra, se pusiera de su parte y dejara pasar el ejército inglés a través
de su territorio. A cambio, le cedería Álava y Guipúzcoa.
Pedro I no pudo cumplir lo que le había prometido al Príncipe Negro, o sea, el señorío de Vizcaya y una gran cantidad de dinero. Así que el inglés se volvió a su país y lo dejó solo.
Por el contrario, en 1368, Francia, firmó un tratado con Enrique para apoyarle en su lucha contra Pedro. La contrapartida era que Castilla le cediera su flota para luchar contra Inglaterra.
En 1369, las fuerzas de los dos hermanos se enfrentaron en Montiel. Lógicamente, Enrique salió victorioso al tener un ejército muy superior al de Pedro. Así que éste huyó y se escondió tras las murallas del castillo de Montiel.
A los 10 días de haberse iniciado el asedio a esa fortaleza, Pedro, se dio cuenta de que no podrían aguantar. Intentó pactar con Du Guesclin y éste le citó en su tienda de campaña.
Como todos sabemos, dentro de la tienda, se encontró con Enrique, que, según varios autores, entró diciendo: “¿Dónde está ese judío hideputa que se nombra Rey de Castilla?”
Acto seguido, los dos hermanos se pusieron a luchar y, según parece, el francés, ayudó a Enrique, por lo que éste mató de varias puñaladas a Pedro.
Con la llegada de Enrique II al trono de Castilla también dio comienzo la dinastía de Trastámara. A reino de Aragón llegó tiempo después, con Fernando I de Antequera, al que ya dediqué otro de mis artículos.
La llegada de Enrique también trajo cierto atraso para Castilla, pues estuvo apoyado por los señores feudales de siempre, mientras que a Pedro le apoyó la naciente burguesía urbana. Esto hizo que, durante varios siglos, el nivel de
desarrollo de Castilla, fuera muy por detrás del que había en el resto de Europa.
Está muy claro que una de las razones por las que los nobles se enfrentaron al rey Pedro I fue porque, desde el principio, quiso fomentar el comercio y se llevó bien con los judíos. Ninguna de las dos cosas fueron bien vistas por los nobles y, por ello, casi todos se pasaron al bando de Enrique. Aparte de que, continuamente, repartió honores y dinero entre ellos.
También, desde un principio, muchos de ellos apoyaron a su esposa Blanca de Borbón, para intentar recuperar su influencia en la corte y expulsar de ella a los muchos parientes de María de Padilla, que habían puesto en su lugar.
De lo que no se habla casi nada es de los varios descendientes que tuvo este rey. Lo cierto es que, de manera muy discreta, Enrique II, hizo que la mayoría de ellos pasaran casi toda  su vida encerrados, bien en cárceles o en conventos de clausura. Todos ellos fueron apellidados “de Castilla” y siempre presumieron de ser descendientes del rey Pedro I.
Entre ellos, su nieta, doña Constanza, abadesa del desaparecido Monasterio de Santo Domingo el Real, en Madrid, construyó en ese convento una especie  de panteón para todos ellos.
Otros lugares de enterramiento, para este linaje, fueron los conventos de Santa Clara, de Valladolid y el de Santo Domingo el Real, de Toledo.
Precisamente, la estatua orante de Pedro I, que, actualmente,  podemos contemplar en el Museo Arqueológico Nacional, en Madrid, procede de ese monasterio madrileño, que fue demolido en 1869, y que se encontraba en la actual plaza de Santo Domingo.
Curiosamente, en un principio, fue una estatua yacente. Sin embargo, en el siglo XV, cuando los Reyes Católicos quisieron hacer una especie de reivindicación del papel de este monarca, se le cortaron las piernas a la estatua, para hacer como que estuviera orando arrodillado y poder colocarla bajo un arco, mirando hacia el altar.
No hay que olvidar que los dos monarcas llamados Reyes Católicos pertenecían a la dinastía Trastámara, que fue la que empezó a reinar en Castilla a partir de Enrique II el de las mercedes y en Aragón con Fernando I el de Antequera..