Esta vez traigo al blog un
personaje francés, que, aunque vivió durante la I GM, no estuvo muy relacionado
con ella. Se le tiene por un hombre de paz y se le premió por serlo.
Nació en Nantes en 1862, o sea,
que era más o menos de la misma zona que Clemenceau, al cual he dedicado la
entrada anterior, aunque, como veremos, tenían los dos unos caracteres muy diferentes.
Vino al mundo en el seno de una
familia muy modesta. Su padre tenía un bar y su madre había sido sirvienta.
En principio, su padre había
pensado que heredara el negocio familiar, pero su madre insistió en que debía
tener una carrera universitaria y esta vez, como casi siempre, la mujer se
salió con la suya. Lo cual le vino muy
bien a nuestro amigo Aristide. Nunca está de más que en las familias haya
alguno con visión de futuro y se le haga caso, claro.
En 1885, después de haber
estudiado Derecho en París, se dedica al ejercicio de la abogacía en Saint
Nazaire. No obstante, un hecho no aclarado, por el cual se le acusa de atentado
contra el pudor, trunca su carrera y tiene que abandonarla, a pesar de haber
ganado ya varios pleitos y tener buena fama en la profesión.
Dado que era un buen escritor y
aún mejor orador, se acercó al mundo de la política y trabó amistad con gente
del mundo de la izquierda.
Se decidió por el partido
socialista, posiblemente, por su amistad con Jean Jaurès. Ambos fundaron unos
años más tarde el conocido periódico L’Humanité.
En 1902 consiguió por primera vez
un escaño en la cámara de diputados y ya no lo perderá hasta su muerte.
Siempre se consideró un independiente dentro
del partido. Lo que se llama ahora “un verso suelto”. De hecho, cuando el entonces
primer ministro, Pierre Waldeck Rousseau, invitó a los miembros de otras fuerzas
a participar en el Gobierno, él se mostró conforme, aunque el Congreso
socialista de Ámsterdam votara lo contrario. No hará falta decir que su amigo
Jaurès se plegó a esa decisión y de ahí surgió un cierto distanciamiento entre
los dos.
Él siempre dijo que algo que le
había ayudado siempre en su carrera política fue algo que llamaba su “blanda
obstinación”.
Briand consiguió hacerse
respetar, porque se definió como una persona dispuesta a aunar voluntades para
conseguir unos fines aceptables para todos.
Aunque parezca mentira, en
aquella época, la izquierda francesa veía con peores ojos al Vaticano que al káiser
de Berlín.
Al aceptar Briand el cargo de ministro
de Instrucción Pública y Culto en el Gobierno de Ferdinand Sarrien, le acarreó
su cese en el partido socialista.
También en este gabinete dio
muestras de su “savoir faire” (saber hacer, que dicen los franceses), pues fue
el ponente de un nuevo proyecto de relaciones entre la Iglesia y el estado
francés, que calmara las heridas que había abierto el anterior gabinete
presidido por el furibundo anticlerical Combes.
Siempre tuvo un fino olfato
político para darse cuenta de los verdaderos problemas. Así vio claramente que
las desavenencias entre Alemania y Francia representaban un gran peligro para
la paz en Europa e intentó poner algo de su parte para mejorar las relaciones
entre ambos países.
En una cámara de diputados, donde
se daban cita grandes oradores, y se
veía que todos llevaban sus discursos muy bien preparados, llamaba la atención
que nuestro personaje los improvisara sobre la marcha y levantara los mismos aplausos
que los otros.
En el lado contrario estaba otro político
llamado Raymond Poincaré. De éste se decía que, los fines de semana, cuando todo
el mundo descansaba, él se dedicaba a escribir a mano sus discursos y
aprendérselos de memoria para la semana siguiente.
Este político coincidió en el
Gabinete Sarrien, como ministro de Hacienda, con Clemenceau, ministro del
Interior, y con nuestro personaje, ministro de Instrucción Pública y Culto.
Así, Clemenceau, los definió como
“Poincaré lo sabe todo y no entiende nada, mientras que Briand no sabe nada y
lo entiende todo”.
Se decía de él que daba más
importancia al sentido común que a lo escrito en los papeles. Siempre prefería
escuchar a sus colaboradores, antes que leer cualquier informe. Era alguien con
una mente muy intuitiva, algo casi desconocido hoy en día.
También le guió siempre la idea
de que no se podía tomar ninguna medida sin el consenso previo de los
interesados en el tema. Algo que le hubiera resultado tremendamente difícil,
por no decir imposible, si hubiera ejercido la política en España.
En su faceta como ministro de Instrucción
Pública y Culto pudo dar sobradas muestras de saber eliminar las obcecaciones
de las partes en conflicto y saber aunar voluntades para llegar a un buen acuerdo.
Se puede decir que Sarrien hizo una buena elección, cuando nombró a Briand como
responsable de ese ministerio.
Lo único que pudieron reprocharle
siempre sus adversarios es que concedía demasiado a la otra parte. Eso no
estaba bien visto, pues la política francesa de aquel momento se caracterizaba
por su dureza y por su negativa constante a dar un paso atrás.
Como hombre muy valioso para Francia,
su presencia fue constante en diferentes gobiernos, entre 1906 y 1929. Incluso,
llegó a ser presidente del Gobierno en varias ocasiones.
Evidentemente, no tuvo mucho
éxito durante su estancia en el Gobierno durante la I Guerra Mundial, por ser, primordialmente,
un hombre que amaba la paz. Obviamente, el hombre que Francia necesitaba, en
ese momento, era Clemenceau.
Tras la guerra, fue un eficaz
negociador. Lamentablemente, su postura estuvo en minoría, al defender que
había que proteger al Imperio Austro-Húngaro, por ser un freno para las ambiciones
territoriales alemanas.
Algunos autores afirman que, si
Briand hubiera participado en las conversaciones previas al Tratado de
Versalles, éste no hubiera sido un prólogo a la II Guerra Mundial.
En 1921 llegó de nuevo a la
presidencia del Gobierno y allí retoma sus ideas de caminar juntas Francia con
Alemania y el Reino Unido para intentar que se consiguiera por fin una paz
estable en Europa.
En 1922 se reunió en la ciudad de
Cannes con el premier británico Lloyd George para intentar llegar a un acuerdo
a fin de dejar “respirar” un poco a la derrotada y arruinada Alemania.
En esa ocasión no tuvo ningún
éxito, pues el propio presidente de la República, Millerand, le llamó a París y
tuvo que dejarlo todo pendiente. Parece ser que los políticos más belicistas
habían presionado directamente a Millerand para que le “cortara las alas” a
Briand. A nuestro personaje no le quedó más remedio que ir al día siguiente a
la Cámara de Diputados a explicar cómo habían ido las negociaciones y a
presentar su dimisión. Fue sucedido en su puesto por Poincaré.
Tras su salida del Gobierno, su idea
de que la única opción para que Europa no volviera a sufrir otra confrontación
bélica, fue confirmada al conocer, en 1926, a otro curioso personaje con un nombre muy
largo y, sin embargo, con unas ideas muy claras, Richard Nikolaus Graf von
Coudenhove-Kalergi. Seguro que a nadie le suena, pero ya iré dando más datos
sobre él.
El contraste entre los dos era
muy claro. Briand era un hombre salido de una familia modesta, lo cual se podía
apreciar por su aspecto algo tosco, pero que, enseguida, te hacía cambiar de
opinión por su amabilidad innata y su don de gentes.
En cambio, el otro personaje,
pertenecía desde su nacimiento a la nobleza y, además, tenía un espíritu muy
cosmopolita, pues su padre había sido diplomático austriaco, lo cual le
permitió conocer de primera mano varios países y, además, su madre era de
origen japonés. Toda una rareza para la época.
Aunque parezca mentira, estos dos
espíritus tan diferentes, a primera vista, se llevaron muy bien y aunaron sus
esfuerzos para intentar conseguir una paz duradera en Europa.
Kalergi ya era conocido a nivel
europeo, pues en 1923 redactó un manifiesto llamado Pan-Europa, que supuso la
fundación de la Unión Internacional Paneuropea. Si consultamos los datos
relativos a esta asociación, nos encontraremos con figuras muy conocidas de la
política internacional.
A raíz de esta colaboración
surgió el germen de la famosa y, desgraciadamente, muy poco aprovechada Sociedad de Naciones. La cual
acabó sus días al mismo tiempo que la vida de Briand, en 1932.
Aunque Briand no tuvo mucho
éxito, algunos autores dicen que su semilla germinó en algunos políticos mucho
menos veteranos, como Jean Monnet, con el que coincidió en la sede de este
organismo en Ginebra.
Gracias a sus gestiones, pues en
esos años fue el ministro de Negocios Extranjeros de Francia, Alemania fue
recibida en la Sociedad de Naciones, con los honores de una gran potencia
mundial, aunque entonces ya no lo fuera.
Lástima que su idea de que Europa
sólo podría sobrevivir en paz si se federaba y permanecía unida, no fuera
compartida por todos. Por eso se llegó al desastre de la II Guerra Mundial.
Menos mal que, como tras ese conflicto
se retomaron sus ideas paneuropeas, la Europa de hoy aparece más unida y no se
ve ningún conflicto en el horizonte que amenace esa unión.
Olvidaba mencionar que Kalergi
fue la primera persona galardonada con el famoso Premio Carlomagno, en 1950, por
su contribución a la paz en Europa.
Finalmente, la labor de nuestro personaje
fue reconocida internacionalmente con el Premio Nobel de la Paz, en 1926,
compartido con su colega alemán, Gustav Stresemann, del cual hablaré en otra
futura entrada.
Una vez más, Aliado, debo agradecerte que hayas escrito una entrada sobre alguien relacionado con la Primera Guerra Mundial; abunda poco ¡nadie diría que es el año del Centenario de su estallido!
ResponderEliminarSegún he ido leyendo, he querido buscar paralelismos con la situación anterior a la guerra, y no he podido evitar fijarme en la figura de Jean Jaurès; pienso que Briand hubiera corrido la misma suerte si toda esa actividad que desplegó después de la guerra hubiera tenido lugar antes.
Otra vez quiero agradecerte la entrada y animarte a que sigas en esta línea. Sólo una pequeña anécdota: no sé si te habrás dado cuenta que hay una foto en la que Aristide Briand se parece muchísmo al actor francés Jean Rochefort.
Bueno, no sé qué decirte, porque estuve la semana pasada en la Casa del Libro y había mesas llenas de libros sobre la I Guerra Mundial. Otra cosa es que la gente los quisiera comprar.
ResponderEliminarPienso que se llegó a la I Guerra Mundial, porque se creó en la gente de todos los países una mentalidad nacionalista, que buscaba dar una lección al contrario. Hay quien dice que, si no hubieran empezado los austriacos y los alemanes, hubieran comenzado los aliados.
Es muy posible que el orgullo nacionalista prevaleciera sobre las opiniones de los gobiernos. En cierta ocasión, estuve leyendo que los franceses no ocuparon el territorio belga, antes de que lo hicieran los alemanes, porque los belgas les amenazaron con declararles la guerra si lo hacían.
Es muy posible que toda esta gente pensara que iba a ser una guerra muy rápida. Con muy pocas bajas, pero se encontraron con armas muy modernas, por parte de ambos bandos, que multiplicaron las bajas hasta un nivel nunca visto. Por eso, no les quedó más remedio que construir trincheras.
Me parece que en esta guerra, Francia, a pesar de haberla ganado, se arruinó y pasó a ser una potencia de segundo orden. Ya no quiso ser tan militarista y llegó a la II Guerra Mundial con un ejército muy grande, pero también muy anticuado, porque su opinión pública ya no estaba a favor de los gastos de guerra.
Por otra parte, me da la impresión de que, en la I Guerra Mundial, se llegó a un punto donde, tras los múltiples gastos realizados, los políticos no pensaban en otra cosa que en ganar la guerra. De otra manera no se entiende que, tras los intentos de paz por parte del nuevo emperador austriaco Carlos I, el presidente Clemenceau le contestó publicando las cartas de éste, donde les cedía una serie de territorios, para conseguir cuanto antes la paz. Eso hizo que, en la posguerra, el destronado emperador fuera considerado casi como un apestado en la política internacional.
Saludos.
Olvidaba mencionar que Briand no pudo parar la guerra, porque no le dejaron. Supongo que las burguesías del momento se lo tomaron como una prueba de fuerza entre ellas y les molestaba que les aguara la fiesta un líder de los obreros, como era Jaurès.
ResponderEliminarPor lo menos, en este caso, durante la guerra civil española se hizo "justicia", cuando los milicianos anarquistas mataron en Ibiza a su asesino.
Saludos.