Más de uno se habrá quedado
asombrado por el numeral que figura al lado del nombre de Napoleón. Esta vez
traigo al blog un personaje casi desconocido, pero, que, si hubiera vivido más
tiempo, hubiera cambiado radicalmente la Historia de Europa.
Su verdadero nombre fue Napoleón
Eugenio Luis Juan José Bonaparte. Sólo le faltó que le pusieran al final “de
todos los Santos”, como hacen aquí con los infantes.
Era un Bonaparte de pura cepa,
pues se trataba de un sobrino nieto del gran militar y conquistador francés.
Nació en París, en 1856 y sus
padres fueron el emperador Napoleón III y su esposa, la emperatriz de origen
español, Eugenia de Montijo. Su madrina fue la reina de Suecia.
Al nacer recibió los títulos de
príncipe imperial, con el tratamiento de Alteza imperial. Además, el de conde
de Teba, por su madre, y el de conde de Pierrefonds, por su padre.
En 1870, al caer el Segundo
imperio francés, tras la derrota en la guerra franco-prusiana, tuvo que exiliarse
junto con el resto de la familia imperial. Su primer destino fue Bélgica y,
posteriormente, se marcharon al Reino Unido, donde su padre falleció en 1873.
A partir de ese momento, los legitimistas
imperiales quisieron proclamarlo como Napoleón IV, pero eso sólo se podría
realizar si volvía a París.
Mientras su padre permaneció como
prisionero de los alemanes, madre e hijo
vivieron en un hotel de Hastings, durante un par de semanas, para trasladarse
luego a Camden Place, en Chislehurst. Allí pudieron reunirse todos en 1871 y
vivieron con otras 36 personas que formaron su comitiva en el exilio.
Es posible que se decidieran por alquilar
esta mansión, porque su dueño en ese momento, Nathaniel William Strode, era un gran
admirador de la cultura francesa y había amueblado el palacio de acuerdo con
los gustos de ese país.
Incluso, se dice que las puertas
de hierro con sus lámparas rematadas con coronas de oro, que se situaban a la
entrada de esa propiedad, procedían de la Exposición Internacional de París de
1867.
No es posible verlas hoy en día, porque,
tras sufrir fuertes bombardeos, durante la II Guerra Mundial, fueron donadas
como chatarra al Gobierno británico, para que las utilizara en el esfuerzo
bélico.
Todavía, algunos nombres, recuerdan
el paso de la familia imperial francesa por esa zona del Reino Unido.
Casualmente, a la muerte de
Strode, en 1890, compró esa propiedad un constructor llamado William Willet, el
cual vivió allí hasta 1915.
Seguro que a nadie le sonará este
nombre, pero a lo mejor más de uno de mis lectores se acordará de toda su
familia cuando le diga que fue el que ideó el cambio de hora en verano, al
objeto de que se aprovecharan más las horas de luz. Aunque lo propuso muchas
veces a su Gobierno, no lo consiguió en vida, pero sí en 1916, el año siguiente
a su muerte.
También hubo muchos comentarios
sobre la posibilidad de que contrajera matrimonio con la princesa Beatriz, hija
de los reyes Victoria y Alberto del Reino Unido.
Lógicamente, si se hubiera
llevado a cabo esa unión, es muy posible que la Historia de esas dos naciones
hubiera sido completamente diferente a lo que había sido hasta ese momento.
También es muy sorprendente que
un Bonaparte se hubiera casado con una inglesa. Seguro que eso le hubiera hecho
revolverse en su tumba a su tío abuelo.
Parecía un joven inteligente y
con mucha ambición, con lo que es posible que hubiera recuperado el trono
imperial. No obstante, se decidió a hacer carrera en el Ejército británico,
ingresando en 1872, como cadete, en la
academia militar de Woolwich.
Su ingreso en el arma de
Artillería le fue notificado nada menos que por el duque de Cambridge, general
en jefe del Ejército y primo de la reina Victoria.
Embarcó junto con el resto de las
tropas británicas hacia Sudáfrica, para luchar en la II Guerra contra los
zulúes, llevándose consigo una espada que había pertenecido a Napoleón I. Su
unidad era una de las muchas que se enviaron tras el desastre británico en la
batalla de Isandlwana.
Fue voluntariamente a esa
campaña, pero sus superiores recibieron unas instrucciones muy concretas para que no
estuviera nunca en primera línea de batalla.
En uno de sus escritos, el joven
Napoleón nos informa: “las razones que me llevaron a ir son todas políticas y,
fuera de éstas, nada más influyó en mi decisión”. Es posible que se refiriera
al resultado de las elecciones celebradas en Francia el año anterior, donde los
republicanos obtuvieron una clara victoria.
A finales de marzo de 1879, el barco
del príncipe llegó a Durban, en Sudáfrica, adonde desembarcó él con unas cartas
de presentación para el teniente general Chelmsford, el cual no pudo recibirlo
por falta de tiempo.
El 2 de abril escribió a su madre
diciéndola: “lo que más lamento es no poder estar junto a aquellos que luchan. Me
conoces lo suficientemente bien para saber que para mí es un trago amargo. Pero
espero que acabe mi mala suerte”. Es posible que el príncipe estuviera ideando
alguna treta para poder combatir en la primera ocasión que se le presentara.
Una mañana de junio de 1879, el
grupo donde cabalgaba, fue sorprendido en medio de una emboscada enemiga, junto
al río Umbanzi. A pesar de que llevaba una escolta personal, todos los miembros
del grupo pudieron escapar, salvo él, que fue derribado por su caballo y cosido
a lanzazos por los guerreros africanos.
Murió muy joven. Sólo tenía 23
años. Se dice que los que lo mataron abrieron su cuerpo en canal, pues era lo
que solían hacer con sus propios muertos.
Sus compañeros recuperaron su
cuerpo al día siguiente y lo enviaron de vuelta a su familia. Para la
emperatriz fue una pérdida irreparable, pues se trataba de su único hijo. Así que
su cortejo fúnebre, según las fuentes de la época, fue impresionante. Inicialmente,
fue enterrado, junto a su padre, en una capilla de la cercana iglesia de Saint
Mary. Posteriormente, la emperatriz mandó construir un panteón mayor para sus
restos en la abadía de Saint Michael, en Farnborough, Hampshire, donde siguen
reposando sus restos.
También fue una pena, porque, de
haber sobrevivido y recuperado el trono, no hubiera tenido que esperar para
reinar tanto como el heredero de la
reina Victoria, pues su padre ya era un poco mayor cuando él nació y murió siendo él aún joven.
Es posible que, con su decisión
de ir a la guerra, intentara mejorar la
opinión de los franceses acerca de su dinastía, pues su padre había fracasado estrepitosamente
tanto en México como en la guerra franco-prusiana. En Indochina (Cochinchina se
llamaba en aquel momento) no fracasó, porque logró que España le ayudara a
conquistar esos territorios a cambio de nada.
Parece su decisión de ir a la
guerra fue siempre un quebradero de cabeza para sus superiores. En una carta
del teniente general Chelmsford, comandante en jefe de las tropas desplazadas a
Sudáfrica, se puede leer que le informa a su ministro de la Guerra, que el
príncipe había salido con una patrulla al mando del teniente Carey, sin haberlo
aprobado él previamente. Por tanto, como el teniente Carey ha regresado por la
noche y ha contado que todos pudieron huir, pero no esperaron al príncipe, es
muy posible que haya caído en manos de los zulúes.
Parece ser que el príncipe
buscaba la notoriedad y participó en varias patrullas entre los días 13 y 20 de
mayo de ese año, enfrentándose con los zulúes, poniendo en peligro su vida.
Como se enteró el comandante en
jefe, a cuyo cuidado estaba, le echó la
bronca y lo destinó a su cuartel general, para alejarlo del peligro. Allí estuvo
hasta el 1 de junio, fecha en que los efectivos británicos comenzaron su
ofensiva.
Como dejaron de vigilarlo de
cerca, el príncipe se fue con una patrulla que se dirigía al territorio
enemigo, al mando del teniente Jaheel Carey, con un grupo compuesto por un
sargento, un cabo, 4 soldados y un guía africano. El propósito de esta unidad
era buscar un buen lugar para que pudiera acampar la noche siguiente la II
División y, además, realizar unos trabajos de cartografía.
Parece ser que el príncipe, antes
de salir, escribió una carta a su madre, donde al final le comentaba que estaba
encantado de que hubiera salido como diputado en las últimas elecciones, el
candidato bonapartista Godelle.
Según los testimonios de los
supervivientes, el príncipe ordenó que se hiciera una parada, para que la tropa
y los caballos descansaran.
A las 15.50 le dijeron que si
continuaban la marcha y él les dijo que esperaran 10 minutos más. No obstante,
el guía les informó que había visto a un zulú cuando llevó a los caballos a
beber al río.
Así que, cuando fueron a montar
de nuevo, el enemigo les disparó por sorpresa y algunos perdieron sus caballos,
teniendo que refugiarse tras una cabaña abandonada.
También dijeron que uno de los
soldados fue alcanzado por la espalda y que el príncipe cayó de su caballo y
quedó con el pie pillado en el estribo hasta que se soltó y fue rodeado por una
docena de zulúes, los cuales le dieron muerte.
Parece ser que se enfrentó
valientemente a ellos, pues todas sus heridas fueron de frente, pero no pudo
hacer nada contra tantos enemigos.
Se utilizó como chivo expiatorio
al teniente Carey, acusándolo de cobardía ante el enemigo, por haber salido al
galope, dejando solo al príncipe. A causa de las presiones de la prensa, al
cual movilizó a la opinión pública, se le llevó ante un consejo de guerra el 12
de junio del mismo año. El teniente argumentó que el príncipe estuvo al mando
del grupo en todo momento.
En su contra se dijo que el grupo
había avanzado más allá de la zona donde se le había ordenado.
También se discutió si se había
elegido una buena zona, pues uno de los hombres, que tenía mucha experiencia en
la zona, dijo que no le había gustado la idea de acampar allí, por estar muy a
la vista del enemigo.
Las fuerzas británicas cifraban
su superioridad en dos razones: su mayor potencia de fuego desde cierta
distancia y el tener caballos para huir al galope.
En cuanto a la primera, perdieron
esa condición cuando se les aproximaron demasiado los zulúes sin haber notado
su presencia.
Tampoco pudieron salir huyendo
con sus caballos, porque el príncipe ordenó que los desensillaran para que
descansaran, como si estuvieran yendo de excursión.
Nos podemos preguntar por qué el
teniente Carey cedió el mando de sus tropas al príncipe. Es posible que la justificación
estuviera en la diferencia de clases de ambos, algo que era muy respetado en la
Inglaterra de la época.
Carey venía de la clase media,
pues su padre era un clérigo y había estado antes en un regimiento que no era
muy prestigioso.
Es posible que el príncipe
escogiera ir con este grupo, porque Carey era un tipo que hablaba bien francés
y decía haber admirado al padre del príncipe.
Además, también es posible que le
dejara mandar a la tropa, porque, en aquellos momentos, se rumoreaba que el
príncipe podría casarse con la hija de la reina Victoria y podría llegar a ser
un personaje muy importante de la Corte o, incluso, llegar al trono imperial de
Francia.
Lo cierto es que, por dejar el
mando al príncipe, el grupo fue sorprendido en plena comida campestre, sin
haber colocado centinelas, lo cual puso en peligro las vidas de todos.
Como no quisieron que trascendieran
los escandalosos detalles del consejo de guerra, aunque el teniente Carey fue
considerado culpable por el tribunal, al enviar la sentencia al duque de Cambridge,
para su confirmación, éste ordenó que, no obstante, el teniente fuera perdonado
y enviado de vuelta a su unidad, como si no hubiera pasado nada.